miércoles, 22 de diciembre de 2010

Un cuento de Navidad

Cherry ripe,
cherry ripe,
Ripe I cry,
Full and fair ones
Come and buy

Robert Herrick





Era víspera de Navidad. Juana ayudó a su mamá en la cocina, hizo las camas, y llenó los floreros con margaritas. No tenían árbol de Navidad, pero siempre había regalos para todos. En noviembre, antes de que aumentaran los precios, los padres iban al pueblo y compraban bombachas rosas para las nenas y medias para los nenes. Entre los hermanitos se las ingeniaban para armar una tarjeta o un adorno, con cosas que en otras casas se tiraban a la basura. Todos esperaban la Nochebuena con emoción. Los más grandes ayudaron a carnear un lechón. Los más chicos jugaron a amasar, mientras la mamá cocinaba un pan dulce. Sólo faltaban las cerezas para decorar la torta.
Juana fue al bosque con sus hermanos. No era época de recolección, sin embargo llenaron varias cestas. De regreso a casa se cruzaron con un hombre que no conocían. El hombre les dijo que si vendían las cerezas harían buen dinero. Entusiasmados, los chicos se apuraron para llegar al pueblo cuanto antes. Se sentaron en la puerta de la iglesia a ofrecer “cerezas maduras”, y casi llenaron una cesta con monedas y algún que otro billete. Camino a la tienda decidieron comprar un delantal con flores bordadas para su mamá, y un pantalón con muchos bolsillos para su papá.
El sol los engañó. Cerca del polo oscurece muy tarde. La tienda ya estaba cerrada. Debían ser más de las nueve. Los más chiquitos se pusieron a llorar. Habían imaginado la alegría en las caras de sus padres y ahora llegarían con las manos vacías. Juana puso orden. Les darían el dinero y sus padres lo gastarían en lo que ellos quisieran. Y si no irían todos juntos a la tienda y su mamá elegiría el delantal que más le gustase, y su papá haría lo mismo con el pantalón. Ahora lo más importante era llegar rápido a casa. El lechón debía estar en la mesa. Si no llegaban a tiempo para comer, sus padres se pondrían muy tristes.
A mitad de camino se hizo de noche. A lo lejos se oía el aullido de lobos. Los chicos iban temblando, pero no se detuvieron. Entre los árboles unas luces se agitaron. Alguien gritó. Eran sus padres. Venían acompañados por varios vecinos. Habían salido a buscarlos. El padre los reprendió, y a cada uno le dio un castigo diferente. Regresaron en silencio. Ni siquiera los más chiquitos se atrevieron a llorar. Para la madre, una torta de cerezas sin cerezas, no servía para nada. Siempre habían sido felices con lo que había en casa, fuera mucho o fuera poco. Ese dinero sólo había traído desgracia; una Navidad malograda. Al día siguiente volverían a la iglesia y lo repartirían entre los pobres.



jueves, 9 de diciembre de 2010

Confluencias


Anoche, en un espacio virtual, tuve un encuentro virtual, con un amigo virtual. Fue una experiencia muy agradable. Me dormí pensando en cómo los caminos, algunos largos, otros cortos, a veces bifurcados, confluyen en una encrucijada.

Hoy, en un espacio real e insólito, tuve un encuentro real e insólito, con alguien real cuya presencia resulto insólita. Fue una de las situaciones más bizarras que he vivido. Alguien tocó el timbre. Era para mi vecina. "No, equivocado", respondí. Un segundo después le tocaron el timbre a ella. Yo estaba despabilándome, escuchando música, y colgando links desde Youtube a FB. Desde la cocina de mi vecina, que está pegada a mi comedor, se oía una voz masculina y entusiasta que comentaba sus andanzas en noches de libertinaje. Mis castos oídos no quisieron escuchar, así que me puse los auriculares. Con la música a todo volumen ni siquiera podía oir el eterno maullido de Bastet. De repente veo que los gatos, que estaban tirados al lado de la ventana tomando fresco, salen corriendo con cara de asustados. (Sí, los gatos también gesticulan). Me saco los auriculares y escucho que mi vecina grita "dejá de tirar agua". Me asomo y miro para el piso de arriba, porque ya sé que cuando no tiran fósforos encendidos, dejan caer pedazos de comida, o nos pulverizan insecticida. El borde de la ventana estaba mojado y chorreaba agua jabonosa, como si hubieran volcado hacia afuera un balde o una palangana. Debería agradecerles la puntería, ya que el agua cayó sobre mi split y le dio un enjuague que le debía hace rato. Acá comienza una conversación de comedor a cocina y viceversa, yo asomada a la ventana y ellos hablando desde adentro:

ella: pará de tirar agua

yo: ¿qué pasó? me mojaron a los gatos

ella: están tirando agua

yo: ¿por qué no se dejan de joder?

él: está ahí hablando, qué caradura

ella: no, no es ella. son los de arriba. debe ser el marido

yo: hay que ser pelotudo para tirar agua por la ventana

él: ay querida, que boquita

yo: bueno, a mí que me importa. siempre tiran algo

ella: sí, a mí siempre me tiran comida

yo: y a mí insecticida. a mí y a mis gatos. hay que ser pelotudo

él: ¿con esa boquita decís te quiero?

yo: no, con esta boquita digo: te odio. yo no quiero a nadie.

ella: (se asoma por la ventana y saluda) hola

yo: (tratando de taparme) hola. estoy en camisón


Entonces se asoma él. Y acá está la confluencia.


yo: ¿qué hacés ahí?

él: yo la vengo a atender a ella. ¿y vos que hacés ahí?

yo: yo vivo acá.

él: (dirigiéndose a ella y haciendo referencia hacia mi persona) el otro día le corté el pelo

yo: (acomodándome el pelo que no me había peinado aún) viste, todavía se la banca. está bueno el corte.

él: pero qué casualidad

yo: pero qué casualidad

él: ¿de qué departamento son? yo te juro que voy y los trompeo

ella: están justo acá arriba

yo: mejor no vayas. es gente medio rara...

él: bueno, voy a seguir con ella

yo: y yo voy a secar el piso

Anoche me dormí pensando. Hoy de tanto pensar no voy a poder dormir. Sé que habrá más confluencias. Eso me asusta. Quién sabe con quién me encuentre la próxima vez. Como decíamos el otro día en la oficina: uno nunca sabe con quién se puede cruzar.





miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ciclos



Ella lo conocía de antes. Lo había visto de lejos. Volaba a Montevideo y un avión pasó tan cerca que vio las caras de la gente en las ventanillas. El no le creyó. Esas cosas sólo ocurren en los sueños. Ella le había visto la salamandra tatuada en el hombro. El admitió viajar al Uruguay con frecuencia, pero negó lo del tatuaje. Ella insistió. Él no la contradijo, aunque siguió pensando lo mismo. La relación duró varios orgasmos y luego se diluyó.
Muchos años después, él regresaba a Buenos Aires. Un avión pasó tan cerca que vio a la gente tras las ventanillas. Una mujer lo saludó con la mano. Tenía la cara redonda y surcada de arrugas. La reconoció por los ojos soñadores. Era tan real... Se pellizcó para ver si estaba despierto. El dolor le dio la razón. Acomodó la almohada y cerró los ojos. De pronto sintió un ardor en el hombro. El olor a carne quemada se filtró a través de la camisa. Y a pesar de todo, el siguió pensando lo mismo.



jueves, 2 de diciembre de 2010

De fuchurrunchinos y de pericotes



Estaban dos pericotes en la chanchulería comiendo guiso de agasajarnia con ajacacharras. A un costado un pesciforme se bandoneaba con las jarrinas al viento. Un fuchurrunchino se metió en el medio y con su espanciforme los desparranchó. Una gota de plagamarsa cayó de una marracachata y los pericotes salieron pincunciliando. Pasó un largo rato hasta que el fuchurrunchino se atrevió a pernigar las ajacacharras. Eran unas ajacacharras muy estribalentes. Para algunos pequetremientes esas ajacacharras eran impernigables; más feas que la puchurruclita.
Pero hubo un pericote que se atrevió a pernigarlas, y lo hizo con clase. Este pericote venía de Practalamia y conocía muy bien a las ajacacharras, tal vez porque era adicto a la agasajarnia. Pero no todo es color de chirimbote. Cuando parecía que las cosas se habían chiripleteado llegó la cocochiluna del fuchurrunchino. Era bastante achaflada. Tenía las piernas cuniformosas y los ojos del color del echenestuno.
Por cierto, el echenestuno era la flor preferida de los pericotes. Por eso en la chanchulería había varias precingentas con tierra llenas de santoritrípidos, chucupirrotes y por supuesto echenestunos. Dicen que por un gualicho, cuando los pericotes veían a la cocochiluna del fuchurrunchino, caían acachilados como pequetremientes. Sin embargo, aunque ella había apigoreteado con varios pericotes, ninguno era capaz de hacerla amontañear como lo hacía su cocochiluno.



sábado, 27 de noviembre de 2010

Sangre



me encierran
me sofocan
son más
y más
y más

se mueven
se mueren
se prenden
se apagan
no sé si están
dónde están
a dónde van

hasta cuándo
cuántos más
quién sigue
esclavos
de un camino
oscuro

cepos
eslabones de huesos
dislocados
cadenas rotas
y aún así
presos

un juego
un tablero
todos pierden
casillas vacías

volvieron
estan acá
en mi piel
bajo las uñas
se me cuelgan del pelo
bucean en mi sangre
me roban el aire
se me escapan por los ojos
gota a gota







lunes, 22 de noviembre de 2010

Manolo y su quitalina



No fue amor a primera vista, pero bastó con ver a Manolo impresonar su quitalina, para que Lupe no pudiera separarse de él. Ella nunca había tenido un quitalina tan chipirrina entre sus manos. En realidad, nunca había impresonado una quitalina. Recordó su infancia, el día que entró a la habitación de Carlitos y lo encontró impresonando su quitalina. Todo era borroso. No pudo determinar si era tan chipirrina como la de Manolo.
A Manolo no le importó que Lupe fuera inexperta, y con paciencia y dedicación le enseñó a impresonar la quitalina. Le indicaba por dónde era conveniente sujetarla, qué presión aplicar, y cómo poner la boca. Un día se dieron cuenta de que quitalina va, quitalina viene, se habían enamorado. Lupe habló con sus padres y organizaron un asado para que todos se conocieran.
Manolo llegó con la quitalina en la mano. La madre de Lupe sabía de quitalinas, pero la de Manolo la sorprendió. Hacía tiempo que no veía una quitalina tan chipirrina. Era ideal para iniciar a las chicas en la quitalinez. Las hermanas, incentivadas por su madre, enseguida quisieron impresonarla.
Manolo se sentó en el sofá, y las mujeres alrededor de él. Todas parecían encantadas por la quitalina. Se turnaban para impresonarla y se la arrancaban de la boca unas a otras. Manolo reía y transpiraba por tanta agitación. Cuando el padre entró a la sala, Manolo tenía la quitalina apretada entre las piernas y la protegía con ambas manos, mientras las mujeres peleaban por arrancársela.
El padre de Lupe se puso furioso. Desde que Carlitos se había enamorado de una esquimal y se había ido a vivir a Islandia, no se permitía impresonar en la casa, ni con quitalinas, ni con nada. Lupe le dijo que no podían seguir viviendo de recuerdos, que debía olvidar lo de Carlitos, y que les diera una oportunidad a Manolo y a su quitalina.
El padre se acercó a Manolo. Pasó un dedo por la quitalina y comprobó que era suave, de una chipirrinez inusual, y sin embargo se la podía impresonar con facilidad. Quedó tan contento con la nueva quitalina, que inmediatamente aceptó a Manolo como yerno. Con gran entusiasmo propuso que para animar la fiesta de casamiento organizarían una impresonada de quitalina para todos los invitados.


viernes, 19 de noviembre de 2010

Träumerei


soledad cruel
enfermedad incisiva
del abandono
del desamparo esculpido

insensible
aislada en su agresividad canina
dejada del ser

un piano olvidado
el vestido de novia
la tristeza engarzada en mil anillos

cuerpo de marfil
esqueleto de huesos dentados
artífice de lo erróneo

el vacío empuñado
el dolor bajo la piel
ruinas de hielo

y el asesinato del mundo
sepultado bajo un cementerio perenne



lunes, 15 de noviembre de 2010

Riviera



Se recostó sobre las olas. La marea lo acunó. Enfrentó al sol con los ojos cerrados hasta que le ardió la cara. El agua le tapó los oídos con sonidos lejanos y sordos. La música esponjosa de sus pulmones retumbó en su cabeza. Su cuerpo era un fuelle eólico a la deriva. Se dejó llevar. Una gaviota lo acarició con su sombra de izquierda a derecha. El mar olía a vida. Una lluvia de salpicaduras le ardió en su piel de hereje. Se zambulló para aliviar el dolor. Vio burbujas. Oyó voces submarinas. Sirenas. Un pulpo lo arrastró hacia la superficie. Una humareda súbita le nubló la vista. Una multitud se había agolpado en la costa. Había ojos de todos colores. La arena estallaba en brasas. En el suelo, tendido boca arriba, yacía un hombrecito azul. Ya era tarde. Entonces volvió a recostarse sobre las olas. Y se dejó llevar, como si el mar oliera a vida.






domingo, 24 de octubre de 2010

Inmortal


su cama
una ostra sin perlas
de un mar sin arena
sin sirenas
sinuoso

su cama
un cofre hermético
con un tesoro
con un sueño
con su sueño

al canto del gallo
se refugia en su cama sin sábanas
que es cuna
y también catafalco

y se abriga en su capa
de alas de patagio
y duerme
y sueña

una capilla
su casa
tres gárgolas
ninguna cruz

y él en sueños sacia su sed

succiona sangre sin cesar
y saborea su soledad
en silencio

al atardecer despierta
y escupe la culpa

un violín gitano
aullidos de lobo
y en las colinas
la brisa fresca de rocío
y en las cocinas
el olor tibio a mamaliga

y él tan salvaje
de cacería
de alas abiertas
y colmillos punzantes

y él
tan muerto
y tan inmortal






domingo, 17 de octubre de 2010

Espejo



Hay dos mujeres recostadas sobre una parva de heno. Una es una mujer entera. La otra apenas alcanza a ser media mujer. De la expresión relajada de sus caras y de la forma en que sus cuerpos caen, se presume que acaban de tener sexo. Insectos de formas fálicas se retuercen alrededor de las mujeres. Tal vez están al acecho, tal vez sólo observan y se excitan con las formas, con los olores, y con los sonidos. Los insectos son los únicos testigos de un amor prohibido. En ese lugar oculto es poco probable que alguien las descubra.. Tendieron una sábana sobre la parva de heno para evitar marcas en la piel. Cuando se desató la pasión, la sábana se les enredó entre las piernas. Ahora descansan enfrentadas en idéntica posición, repitiendo sus formas voluptuosas en espejo, como si una fuese el alter ego de la otra. Posiblemente el reconocerse en esa dualidad fue lo que las llevó a desearse.
De una ventana escapa un resplandor. Bajo la luz, la mujer entera ofrece su sexo al desnudo. Está tendida boca arriba y desparrama sus formas en todo su esplendor, mientras que la media mujer sólo muestra su perfil. De la media mujer apenas asoma un pecho por sobre el brazo. Sin ese pecho se confundiría con una figura masculina. La mujer entera es la dueña de la casa que se levanta tras los muros de piedra. La media mujer no es más que una visita, alguien que está de paso y que cumple un rol secundario. Sin embargo las dos mujeres en conjunto son protagonistas de situación.
Todo ocurre en una ciudad feudal. Al fondo se alzan las torres de un castillo, la muralla almenada, y la cúpula de la catedral. Más adelante se extienden las pequeñas casas de la ciudadela, con sus techos de paja y pequeñas ventanas propias del oscurantismo medieval. La ciudad está desierta. El río ha desbordado, las calles están inundadas. Nadie las transita. A la derecha, en un plano más cercano que el castillo, un volcán explota e irradia un rayo geométrico y tridente. La tierra vomita un brebaje de muerte que chorrea por la ladera del volcán y arrasa con todo lo que encuentra a su paso. El cielo se cubre de nubes de azufre. Todo es obra del demonio, que aunque no se lo ve está presente en la escena. Las mujeres se encuentran sumidas en un sueño profundo y son incapaces de advertir que del otro lado del río un edificio se incendia. Las llamaradas se elevan y bifurcan como las frondosas ramas de un baobab. En el agua se agitan pequeños botes repletos de evacuados. Los más fuertes sacan a los desmayados por las ventanas, por las puertas, y por las escaleras. Desde la torre alguien junta coraje para arrojarse al río aunque sabe que sus huesos se astillarán al tocar el fondo. Le queda poco tiempo para elegir cómo morir.
Las aguas desbordan. Hay explosiones de fuego. El aire se enrarece. Sólo hay una pequeña porción de tierra límpida en la ribera. Todos los elementos son desmesurados: el agua ahoga, el fuego quema, el aire sofoca, la tierra es un remanso. Es el quinto elemento el que mantiene a las mujeres con vida. Ellas duermen apaciblemente. Sus cuerpos desnudos resplandecen entre la devastación, con una luz mucho más potente que el fuego mismo. El espejo de agua las aísla del peligro. La pequeña porción de tierra es como un útero que las contiene y las cobija. El humo no las alcanza. El infierno las rodea pero ellas están a salvo en su propio Edén.





sábado, 4 de septiembre de 2010

Desde el más allá




Cuando mi abuelo murió mi abuela no pudo soportar la pérdida y no quiso enterrarlo. Tampoco quiso dejar las cenizas en el cementerio y las guardó en el ropero. Pobre mi abuela, desde que el abuelo murió se la pasaron mudándose. Iba de acá para allá, arrastrando a mi mamá que apenas tenía seis años, y con el abuelo a cuestas como Juana la Loca. Pobre mi mamá también; no pudo ir a la escuela hasta que se que se quedaron en San Juan.
Cuenta mi mamá que cada vez que pasaba algo (bueno o malo), la abuela se encerraba en la pieza y hablaba. Teléfono no había, así que o hablaba sola o le hablaba a las cenizas. Y mi mamá se moría de miedo. Porque no se vayan a pensar que vivían en una linda casa. Apenas tenían una habitación con una cocina económica, una mesa y algunas sillas donde pasaban el día. Parecía la casita de Carlitos Chaplin en La quimera del oro. Entonces la abuela se encerraba y mi mamá se quedaba sola, y oía ruidos, y tenía miedo.
Le tenía tanto miedo mi mamá a esa casa que prefería estar afuera con las gallinas a quedarse adentro. Aún cuando hacía frío. Aún cuando llovía. A veces las cosas cambiaban de lugar. A veces directamente desaparecían. A veces una nube bajaba, y todo olía a alcanfor, y las cucharitas flotaban y los pájaros quedaban suspendidos en el aire. Además de miedo, mi mamá sentía vergüenza, porque la abuela iba a la feria y contaba todo lo que pasaba. Y después algunos vecinos la trataban de loca, y otros decían que la casa estaba encantada.
Una tarde mi mamá jugaba con un chivito. Hacía un calor sofocante, y se había levantado un viento seco y polvoroso que teñía de rojo a la ropa que colgaba de la soga. Mi mamá fue a sacar agua del pozo. De repente oyó una voz que la llamaba. Miró alrededor. No había nadie. Pensó que la voz venía desde el agua y se estremeció. Era la voz de un hombre que le decía que despertara a la abuela y se escondieran en la cava. Temblando y con los ojos a punto de estallar en lágrimas, tomó en brazos al chivito y fue a llamar a la abuela.
La abuela no dudó. Ayudó a mi mamá a bajar las escaleras y ahí se quedaron, esperando, abrazadas. No sabían qué iba a pasar pero seguro era algo malo. Poco después oyeron un estruendo, y ruidos de cosas que se arrastraban, y animales que chillaban, y gritos. Todo duró unos pocos minutos que les parecieron horas. De pronto sintieron un intenso perfume a rosas y la abuela dijo que ya podían salir. Un terremoto había arrasado el pueblo. La casa se había venido abajo. Había gente lastimada, árboles caídos, agua por todos lados. Todo estaba destruído. Todo menos la urna del abuelo.


martes, 17 de agosto de 2010

Glorioso


Augusto abrió una caja de fósforos y descubrió que estaba llena de escarbadientes. Decidió sacarse la comida de entre los dientes, pero tan pronto comenzó a escarbar sintió un chispazo en la boca y la cabeza se le prendió fuego. Con los ojos cerrados metió la cabeza debajo de la canilla. Un aroma fresco y picante despertó su curiosidad. Abrió los ojos y vio que no salía agua, sino guacamole. Planificando una cena mejicana llenó un balde y corrió a comprar nachos. Pero cuando abrió la bolsa de nachos, estaba llena de hojas de laurel. Pensó en ir a reclamar al supermercado. Antes hizo cuentas y llegó a la conclusión de que había salido beneficiado. Pero, qué haría con tanto laurel. Entonces se hizo una corona, y orondo salió a lucirla por el barrio.





domingo, 15 de agosto de 2010

Bicentenario








Era una tibia noche de primavera. Corría la semana de mayo de 1810 y en la Plaza de la Victoria se respiraban aires de revolución. Mientras French y Berutti repartían escarapelas, Gastón se preparaba para encontrarse con Pilar. Se sentarían en un banco de la plaza, comerían mazamorra, y él le propondría matrimonio. De pronto se encontró caminando por la Avenida Córdoba. Acababan de darle el alta el Hospital de Clínicas. "Nada de mujeres", había dicho el médico. Pero Gastón no podía esperar para encontrarse con Pilar, y cuando la tuviera entre sus brazos, no perdería el tiempo. La llevaría a su departamento, o a un hotel de la zona, y entre las sábanas le pediría perdón y le diría cuanto la amaba.
Esa noche Gastón tenía esa sensación de libertad que sólo había experimentado al terminar la Facultad. Caminó por Defensa. La calle estaba repleta de carruajes. Las crines de los caballos resplandecían bajo los faroles. Al llegar a la esquina de Belgrano vio un grupo de mujeres con cabellos trenzados, peinetones desmesurados, y abanicos de marfil. Con el semáforo en verde, los autos arrancaron a toda velocidad y un motociclista le arrebató la cartera a una de las ellas. El humo de los caños de escape ensombreció la escena, y cuando el polvo se disipó, Gastón se sacudió la galera.
Un trueno estremeció la avenida. Los edificios temblaron y de pronto las veredas quedaron desiertas. Gastón miró al cielo. Millones de diamantes estallaban en pequeñas explosiones. Se sintió atrapado en una mina de cristal de roca. Le faltaba el aire. Cerró los ojos y respiró hondo. Tenía tanto miedo de perder a Pilar... Había actuado estúpidamente una vez. Ahora no encontraba las palabras para decirle cuanto la quería. El mozo lo golpeó en el hombro con la carta y Gastón entreabrió los ojos como si despertara de un sueño profundo. Pidió un café. El primer el terrón de azúcar apenas lo apoyó en la superficie, y observó cómo se teñía de negro hasta desintegrarse entre sus dedos. El segundo lo lanzó con furia como quien tira una piedra al agua.
En ese instante llegó Pilar. Ni siquiera pudo saludarla. Después de lo que había pasado, difícilmente querría volver con él, pero debía intentarlo. Tenía que encontrar esas palabras cuanto antes. El café salpicó el vestido de Pilar. No alcanzó a sentarse. Le preguntó por qué había arrojado el azúcar con semejante violencia, pero Gastón no respondió. Sólo estiró el brazo para obligarla a sentarse. Pilar clavó sus ojos en el suelo, y después de un rato le preguntó para qué la había llamado. Gastón no respondió. Entonces Pilar le preguntó si había vuelto con María. Gastón dio un puñetazo en la mesa y volcó el café sobre el vestido. Un Patricio que custodiaba la plaza se acercó, y Pilar le pidió que la acompañara hasta que Gastón se fuera.
Gastón se disculpó con Pilar con sólo una palabra de perdón. Saludó al Patricio con la cabeza, se puso la galera y tomó el bastón. Aparentaba ser un caballero, y las mujeres se daban vuelta para mirarlo. No le importó. Dejó atrás la Plaza de la Victoria y caminó a la deriva, hasta desembocar en el Riachuelo. En el camino pensó en Pilar, que no se había movido de al lado se su cama mientras no se sabía si él viviría. Pilar, que perseguía a médicos y enfermeras para que él recibiera la mejor atención. Pilar, que se había ido llorando cuando llegó María y sacó a relucir sus absurdos derechos de ex-esposa.
Ocultas tras la niebla, las barcazas del Riachuelo parecían pintadas por Quinquela. Gastón sacó el telefóno para llamar a Pilar, pero no se atrevió. Tal vez seguía sentada en el banco de la plaza, con el vestido sucio de mazamorra, esperando a que él volviera a buscarla. Tal vez estaría armando los baúles y al día siguiente saldría para Chuquisaca y se casaría con ese abogado que la pretendía y que tanto le gustaba a la familia. Apretó los párpados para contener las lágrimas, pero sus sollozos se desparramaron por todo el Virreynato. Las luces del colectivo oscilaron en los adoquines. Daba igual subir que dejarlo pasar. De todos modos la había perdido para siempre. Tal vez en otra vida...






martes, 3 de agosto de 2010

Hipótesis







Qué pasaría si de pronto tuvieras la sensación de haber vivido otra vida. En tu mente se dibujarían imágenes desconocidas, con las que poco a poco te irías familiarizando. Entonces reconocerías un olor: el olor del pasto recién cortado. Y un color: el verde del bosque. Y el sonido de animales salvajes. Sin embargo no tendrías miedo. Te sentirías a salvo. De pronto te transportás a otra época y a otro lugar. Estás en los bosques de Schönbrunn, y cabalgás por senderos frescos con perfume a pino. Y las ardillas se te prenden de las botas, y trepan por tu ropa. Y vos las acariciás, y de tu mano sacás un puñado de avellanas y se las ofrecés. Te gusta verlas comer. Te divierte. Te da ternura. Quisieras llevarte a todas las ardillas pero no podés. Porque pertenecen al bosque, así como vos pertenecés al cemento, a las sedas, y a los vinos.
Regresás a tu recámara. Esta noche habrá un baile en el gran salón, y un concierto en los jardines. Te vestirás con tu mejor ropa, y usarás la peluca nueva. Te empolvarán la cara, te pintarán los labios de rojo, y tal vez te dibujen un lunar. Y aunque les recuerdes que no están en Versailles te pondrán un sombrero tan grande que parecerás una lámpara de pie. Tal vez esta misma noche se decida tu futuro. Vendrán reyes de tierras lejanas, gente poderosa interesada en hacer alianzas. Tu familia te venderá al mejor postor. Y estarás más triste que nunca. Y no podrás hacer nada para evitar tu destino. Ellos decidirán por vos.
Un trotar de cascos se apaga en las caballerizas. Las carrozas estallan y en el patio se dispersan esquirlas de joyas, terciopelos, y cotilleos. Los músicos ya están afinando. Desde tu ventana ves la glorieta donde jugabas a cazar mariposas, la fuente de los nenúfares, la Menagerié. Atrás quedaron tu infancia, y tu pony, y tus días felices. Ni el perfume de Francia te haría sentir bien. El murmullo de la gente en la sala te haría cosquillas en el estómago. La puerta se abriría. Te deslizarías por la alfombra como por una cuerda floja. Las miradas te vulnerarían. Te llevarías las manos a la cara para ocultar el rubor de tus mejillas. El tiempo habría pasado demasiado rápido.




domingo, 1 de agosto de 2010

Un cuento añejo





Este cuento lo encontré en una caja llena de papeles mecanografiados. Decidí compartirlo porque al principio me causó mucha gracia, después me dio ternura pensar en cómo escribía a los diecisiete, y por último porque me parece un excelente ejemplo de lo que un escritor no debe hacer. Creo que el texto contiene todos los errores posibles.

Que los disfruten, ¡si pueden!




Tras la espesa nube gaseosa que tapizaba las armoniosas ráfagas de aire denso y templado, en lo alto de la colina, imponente cual rayo inerte; se erigía la cósmica silueta del escalofriante castillo. No resultaba difícil distinguirlo de los demás edificios. Era una verdadera mole de piedra y telarañas envuelta en una tétrica nebulosa que le daba al parámetro un aspecto místico, casi podría decirse diabólico.
Sus únicos moradores eran los sombríos retratos que pendían de las paredes de la sala, con aire majestuoso.
Este era el sector más sorprendente de la casa. Sus paredes estaban revestidas en brocado de vivos colores, resaltando el rojo y el azul; pero que con el correr de los años había perdido luminosidad. Grandes espejos conformaban la pared central, que se unía a dos escalinatas de mármol, una a cada extremo. Junto a la escalera, dos maravillosas ánforas permanecían estáticas, aguardando la llegada de algún ratón o murciélago. En un rincón, una armadura relucía bajo su envoltura de polvo. Increíbles dinteles enmarcaban a los pesados cortinados de terciopelo azul. Contra la pared espejada se elevaba un hogar de leños, construido con un delicadísimo mármol gris. Sobre éste, un par de candelabros de bronce descansaban, dejando a la vista el impecable trabajo del orfebre. Unas pocas sillas de madera, prolijamente talladas y tapizadas en terciopelo al tono con las cortinas, servía de relleno al extenso y desierto lugar.
Sería interesante describir el resto de las habitaciones, pero me temo que no estoy en condiciones de hacerlo; puesto que nunca me atreví a recorrerlo por completo. Esto no implica ninguna traba para el desarrollo de este relato, ya que el mismo transcurrió allí, en la sala.
Es una historia un tanto paradójica pero espero que, a pesar de todo, sus sentidos se sumerjan profundamente en la atención que se requiere para comprenderla.
Todo ocurrió de pronto, sin lógica para algunos, sin otros testigos que los hostigados retratos; pero con un fatalismo trágico y patológico.
Resultó que una cálida noche de primavera, una joven pareja se adentró en las oscuras grutas del gran bosque, un poco queriendo, otro poco sin querer; fueron a dar con un claro que conducía exactamente al cementerio. La luna los proveía de suficiente luminosidad como para que pudiesen dejar atrás las lóbregas sepulturas sin mayores inconvenientes que los que les proporcionaba la densa niebla. Bien sabían que no se hallaban perdidos en medio de aquel desolado paraje. Conocían perfectamente el camino, y tenían por demás sabido el lugar que buscaban.
Tras andar interminables pasos por una escabrosa carretera, se encontraron frente al siniestro espectro. Después de un intenso esfuerzo por el joven, el monstruoso portón de hierro cedió, y luego de emanar un ensordecedor chirrido abrió paso a las inocentes víctimas que no por vez primera elegían las entrañas de aquel castillo abandonado para hacer el amor.
Entraron. Él se quitó el abrigo. La tomó entre sus brazos y comenzó a besarla apasionadamente. Luego la tiró junto a una de las escalinatas y empezó a quitarle la ropa, pero se detuvo repentinamente porque el estrépito que produjo la puerta al cerrarse le heló la sangre.
Ella sugirió no darle importancia y seguir adelante, pero él prefirió verificar si todo estaba en orden. Se levantó y después de echar un vistazo a su alrededor volvió junto a ella.
Pero cuál no sería su sorpresa al ver que aún yacía tendida, aguardando... La espada de la armadura había atravesado su corazón. Sus ojos, vidriosos, miraban la nada con una chispa de espanto, y la sangre bañaba su vestidura.
Aún perplejo, asustado, petrificado, se arrodilló junto al cadáver. Una lágrima asomó entre sus oscuras pestañas, pero su dolor no sería muy prolongado. Un candelabro lo golpeó en la nuca, provocándole una muerte instantánea.
Nadie pudo jamás esclarecer lo ocurrido aquella noche. Sin embargo yo tengo la verdad, aunque siempre la oculté. Al principio dije que esta sería una historia paradójica, cuyos únicos testigos habían sido los misteriosos retratos. Usted se preguntará entonces: "-Cómo logró relatar la historia si ambos murieron y no había nadie más que ellos en la mansión?" Y yo le responderé con otra: "Quién cerró la puerta?".


viernes, 23 de julio de 2010

Almas gemelas

Hush
it's okay
dry your eye
Soulmate dry your eye
'cause soulmates never die


Placebo


Siempre esperé que Yazmín volviera. Me enamoré de ella en el Jardín de Infantes. Un amor de chicos, de esperar el recreo para jugar a ser grandes, para tomarnos de la mano y caminar por el patio de la escuela, detenernos en cada aula y sonreírles a los chicos que daban examen, como quien pasea por la vereda y toca timbre en la casa de un amigo. Pero en las vacaciones de verano nuestra amistad terminó. Mi mamá no quería que fuéramos amigos, y mi papá tampoco. Decían que su familia era mala gente. Los conocían bastante bien porque vivían al lado de casa.
Recuerdo el día de la tragedia. Hacía un calor que derretía el asfalto. Mis padres dormían la siesta. Yo estaba en la terraza jugando con mi hermano. Me divertía, pero no podía dejar de pensar en invitar a Yazmín a tomar la leche con vainillas, aunque sabía que como siempre mamá diría que no. Todo sucedió tan rápido que no tuve tiempo de darme cuenta. De repente estaba envuelto en una nube de humo, tosiendo, aspirando un aire gris de un olor insoportable. En seguida llegaron los bomberos y nos hicieron salir de casa.
Yazmín estaba en la calle, junto a una ambulancia. Tenía la cara llena de hollín. Le pregunté a mamá por qué le hacían nebulizaciones, y me explicó que le estaban dando oxígeno. Yo no entendía, pero me tranquilicé cuando mamá dijo que Yazmín estaría bien. Se la veía tan asustada... Quise correr a abrazarla pero papá me agarró de la remera y me obligó a quedarme con ellos. Entonces pregunté por qué estaba sola.
La casa quedó abandonada y Yazmín se fue a vivir a San Juan a la casa de una tía. Yo no podía olvidar esos ojos de caramelo. Y nunca los olvidé. La tristeza me duró unos días, pero mi mamá me distrajo con los preparativos de primer grado. Me compraron un guardapolvo blanco, mocasines marrones y medias azules, y la abuela me regaló una valija de charol con un dibujo de Batman.
Un día estaba lavando la moto en la vereda, cuando la vi. Habían pasado diez años pero sus ojos seguían siendo los mismos. En cambio a ella le costó reconocerme. Fui yo el que se acercó. Mis ojos se estrellaron en cada una de sus curvas. Tartamudeé un hola y la besé en la mejilla. Su piel era tan suave y olía tan bien… Me contó que su tía tenía intenciones de venirse a vivir a Buenos Aires, y que tratarían de arreglar lo que quedaba de la casa. No sé en qué momento le pregunté si quería ir al cine al día siguiente. Dijo que sí, pero después de esperarla tres horas en la plaza, me di cuenta de que no vendría.
No volví a verla hasta ayer. Esta vez fui yo el que no pudo reconocerla. Estaba envuelta en un tapado tan amplio que ocultaba su forma de mujer. Ninguno de los dos se había casado, y eso que habíamos pasado los treinta. Después de charlar una hora en la vereda, la invité a tomar un café. Pero tenía que irse. Siempre se iba. Prometió volver. Y esta vez regresó. Me saludó con un abrazo. Un abrazo que jamás podré olvidar. Me perturbó sentir su vientre inflado como un globo apretado contra el mío. Fue como si el bebé latiera en mi interior. Sólo atiné a decirle que la amaba.

viernes, 16 de julio de 2010

Conversación colectiva



- Muchacho, sin empujar. Uno veinticinco.
- Disculpemé, señora. Uno veinticinco, por favor.
- ¿Pero no se da cuenta de que me está empujando?
- Es que sigue subiendo gente.... ¿A dónde quiere que me ponga?
- No sé, pero arriba mío no ¿Se va a correr o me va a aplastar todo el viaje?
- Es que no tengo a dónde correrme.
- No es problema mío. Corrasé y listo. Mire la gente que sigue subiendo. No sé a dónde se quieren meter.
- Bueno señora, todos queremos subir…
- Si no hay lugar que esperen el otro. No se puede viajar así. La culpa la tiene el gobierno.
- Sí, el gobierno tiene la culpa de todo; hasta del mal tiempo. Perdón, no sé si la pisé a Usted o a la señorita.
- Qué señorita ni señorita. A mí me pisó.
- ¿Listo? Vamos que nos vamos.
- Pará hermano, no te vayá’ que estamo’ todo’ colgando de la puerta.
- Muchacho, le dije que no me empuje. Agarresé. Qué desgracia… Si tuviera marido no estaría acá.
- ¿Quién? ¿Su marido?
- Si tuviera marido, me llevaría con el auto a todas partes.
- Yo tengo auto pero lo llevé al mecánico.
- Arriba que cierro la puerta.
- Yo no sé este hombre por qué no arranca de una vez. No vamos a llegar nunca.
- A ver los que ya tienen boleto si pueden dar un pasito atrás.
- Vamos señora. Vamos para el fondo. Un, dos, tres. Un pasito pa'lante María...
- ¿No le alcanza con empujar? ¿Tiene que cantar?
- Un, dos, tres. Un pasito pa'trás...
- ¿Cómo puede cantar en medio de este caos? No empuje más. ¿A dónde quiere ir?
- Así es María, tan caliente y fría...
- ¿Me va a cantar en el oído todo el viaje?
- ¿Le molesta que cante? Mire que no le estoy cantando a Usted.
- Este es un medio de transporte público.
- ¡No me diga!
- ¡Sí le digo! Y hay que respetar al prójimo. Donde terminan mis derechos empiezan los suyos.
- O al revés...
- Pero qué frenada... Estos se piensan que llevan animales en vez de gente. Estoy harta de viajar como ganado.
- ¿Quiere venir a manejar Usté, doña?
- Cuando me baje de acá voy a presentar una queja en la empresa. No puede ser que un colectivero trate así a los pasajeros. A ver si mira para adelante que nos va a matar a todos. Y Usted dejesé de empujar que me tiene podrida.
- Buenos días señores pasajeros. En esta ocasión vengo a ofrecerles directamente de Despacho de Aduana…
- Yo no sé como dejan subir a esta gente. Si acá no hay lugar para nadie.
- … el nuevo dispositivo tres en uno: poderosa linterna, bolígrafo y cortaplumas. Ideal para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero.
- Mire venir a vender esas cosas peligrosas a un colectivo… Así después los chorros andan armados. Deberían prohibirlo.
- Se paga de dieciocho a veinte pesos en negocios. Hoy vengo a ofrecerlo por tan sólo cinco pesitos.
- Eso tiene que ser robado. Son todos unos mafiosos. Y están en combinación con el colectivero.
- Pueden revisarlo. Probarlo. Viene con dos pilas de repuesto.
- Y nadie dice nada. Manga de hipócritas. Y Usted deje de empujar. Desde que subimos que me viene empujando.
- Perdonemé señora. Fue sin querer.
- Sí, fue sin querer… Y así, disimuladamente, la tocan a una. ¿Quién puede abrir una ventanilla? ¡Acá no hay aire! Y encima vienen a vender cosas.
- Bueno señora, el hombre está trabajando…
- ¿Trabajando? Que se busque un trabajo de verdad, así no anda molestando a los demás. Estoy harta de esta manga de vagos. A que si lo mandan a limpiar baños a Constitución no va.
- ¿Usted iría?
- A dónde.
- A la chacón de tu hermana te podé’ ir, vieja de mierda que no pará’ de protestá’ y acá estamo’ todo apretado’, estamo’.
- Chofer, haga bajar a ese ordinario que me está faltando el respeto.
- Doña, si no se calla paro el colectivo y la bajo en la esquina.
- Son todos unos maleducados. Y Usted muchacho, me está pisando.
- Disculpe.
- ¡Ay! Pero que bruto… ¡Me pisó de nuevo!
- No, le habrá parecido…
- ¡Desgraciado! ¿De qué se ríe?
- Desde que subí que me dice que la empujo, que la aplasto, que la piso. Un rato más y va a decir que la estoy violando...
- Entonces corrasé y listo.
- ¿Otra vez? ¿No ve que no hay lugar?
- No hay lugar pero esta chica no está arriba mío como Usted.
- Ya que mete a la chica en esto, si quisiera hacer algo, lo haría con la chica y no con Usted. Además está callada.
- Entonces venga acá y apoyesé ahí.
- Bueno... Hola. Me vengo acá por la señora. Pero si te molesto vuelvo a donde estaba.
- No está bien, quedate. A ver si se va para el fondo a pelear con otro.
- Se ve que se levantó de mal humor.
- A todos nos pasa a veces, pero no da agarrársela con alguien y bardearlo así. Aparte vos no le hiciste nada. Si yo la vengo mirando desde la parada.
- Sí, ya le había dicho algo a otra persona. Se ve que busca con quien pelear.
- Y bueno. Su desgracia es que tiene que vivir con ella misma todo el tiempo.
- Sí, pero que densa... Bueno, ahora que parece que se calmó voy a ver si puedo leer.
- Ah, La trilogía de Nueva York. Lo leí hace mucho. Me partió la cabeza ese libro.
- Qué sé yo... Recién voy por la mitad. Es medio raro...
- Cuando llegues al final vas a ver que... Bueno, no digo nada mejor. Ya llegarás.
- Sí, me pasa algo raro. Por un lado no veo la hora de terminarlo, y por otro lado no quisiera terminarlo nunca.
- A mí me pasó lo mismo cuando lo leí.
- Que bien que escribe ese hombre, ¿no?
- Sí, creo que de los escritores vivos es mi preferido.
- Que casualidad. Yo pienso igual.
- Corrasé muchacho. Me está despeinando. A quién se le ocurre sacar un libro en medio de un colectivo repleto.
- Perdón, no me di cuenta. Ya lo cerré.
- ¿Se quiere peinar señora? Si logro abrir la cartera le presto mi peine. Espere a que llegue a la parada porque si me suelto me caigo.
- ¿Y para qué voy a querer tu peine? ¿No sabés que esas cosas no se prestan? ¿No te enseñaron que se pueden contagiar enfermedades? Cómo sé yo que no tenés caspa, o alguna otra porquería peor.
- Perdón.
- ¿Vos te estás riendo de mí?
- Sí. Digo... No. Ay perdón, estoy tentada.
- Dejala. Ni te gastes en contestarle. Mirá como me estuvo hinchado a mí desde que subimos.
- Pobre mujer. Se ve que no está bien de la cabeza.
- Por suerte ahora somos dos contra uno. Vas a pensar que soy un pelotudo, pero.. ¡Qué sonrisa que tenés! Perdón, pero tenía que decirlo.
- Me vas a hacer poner colorada.
- Este anda buscando. Hace un rato me quería hacer el verso a mí. A ver si guarda ese libro que me lo está clavando en... ¿Pero qué hace con las manos ahí abajo?
- A ver los que se están peliando. Cortelan o paro el colectivo y se bajan en el medio de la calle.
- Mire qué papelón. Como nos bajen de acá por culpa suya agarro al primer vigilante y lo denuncio.
- ¿Me escuchó señora? ¿Se va a callar o vamo'a la comisería?
- Bájelo a él que es el que molesta.
- Señora, ya le pedí disculpas cien veces. No sé que quiere que haga. ¿Qué pretende Usted de mí?
- Vaya a reirse de su madrina, maleducado.
- Bueno, esta mujer me agotó. Me bajo en la próxima y me tomo el que viene atrás.
- Bueno... Me hiciste reir con lo de la Coca... Chau.
- Chau.
- Ya te acordarás de mí cuando termines la trilogía.
- Sí, seguro.
- Bueno, suerte.
- Gracias, igualmente.
- ¡Ojo con la loca!
- No la veo. ¿Dónde se metió?
- Está ahí atrás, al lado de la puerta.
- Lo único que falta es que baje conmigo.
- Espero que no. Igual no estuvo tan mal. Al menos nos reímos un poco.
- Sí... Bueno, chau.
- Chau. ¡Suerte con Auster!
- Pensaba... Las cosas pasan por algo, ¿no?
- Sí. Destino.
- Claro, destino. Y si...
- Si qué.
- Podríamos... Digo...
- ¿Qué?
- ¿Querés bajar conmigo? ¿Podés..?
- No, no puedo. Me tengo que encontrar con una amiga.
- Ah bueno, en otra vida entonces.
- Pero le puedo mandar un mensajito.
- ¿En serio? Dale. Y si no...
- Esperá que tengo que hacer un curso para sacar el teléfono.
- Todo bien...
- No, mejor se lo mando cuando bajemos. Hay una muestra en el Bellas Artes que tengo ganas de ver. Por ahí te interesa.
- Bueno, dale. Deben ser dos o tres paradas de acá.
- A ver cómo hacemos para llegar a la puerta.
- Por suerte se vació un poco. Permiso por favor.
- Dele, empuje nomás, que una es de palo. Quién sabe a dónde irán. Las chicas de ahora son todas unas atorrantitas. En mi época...






viernes, 9 de julio de 2010

Lluvia



La Rue Madame. Un hotel. Un bistrot. Puertas de cristal. Una marquesina. Y justo al lado del bistrot, en la puerta del hotel, bajo la marquesina, el rengo: vendedor de diarios y confesor de amas de casa solitarias. Diagonales las calles. Diagonales los pies del rengo que pisa el otoño y de regreso a casa aplasta las hojas muertas del Jardín de Luxemburgo. Su caminar desparejo lo lleva a la Rue de Vaugirard. A cigarrillos humeantes. Al café humeante. Al humo de los autos. A remolinos de viento. De polvo. De mariposas negras. Madejas de nubes despeinadas. Ovillos. Hebras. Nubes sobre la cúpula del Panteón. Fantasmas en el aire. El fantasma del rengo y un arrastrar de pies encadenados a la enfermedad. El Boul Mich. Gorriones mudos. Plátanos despellejados. Charcos de lágrimas de cielo. Perfume de flores sangrantes. Semáforos vacíos de luz. Vacíos de color. Vacíos. La Rue Soufflot brillante de llovizna. Brillante de farolas. Brillante de faroles de autos. El rengo y sus pasos enredados. Los pies resbaladizos. Un torbellino de bocinas. De gritos. El rengo bajo los faroles. Bajo las ruedas. Un destino de pétalos resecos. Un cortejo de sirenas. Sirenas sin mar, ahogadas en el agua de sus ojos.









sábado, 19 de junio de 2010

Invisible



Benigno se encontró al pie de la escalera. No recordaba haber salido de su habitación, pero no le dio mayor importancia al asunto: desorientarse era parte de su enfermedad. Había un ascensor muy grande "reservado para uso exclusivo del personal". Los flejes chirriaron y la puerta se abrió. Un muchacho vestido de celeste subió al ascensor empujando una camilla. Llevaba unas sábanas anudadas a ambos extremos que envolvían lo que Benigno pensó sería un cuerpo. La puerta se cerró. "A dónde lo llevaran", pensó mientras regresaba a su habitación.
La puerta estaba cerrada. A pesar de que las ventanas estaban abiertas, un intenso olor a desinfectante lo hizo toser. Se asomó para respirar el aire puro del jardín. Cuando se volvió, notó que la habitación estaba vacía. Desde afuera llegaban voces. Al escuchar su nombre, Benigno salió como una ráfaga. En el pasillo había dos policías. Uno tomaba anotaciones y el otro revisaba unas ropas que Benigno reconoció como propias. Aunque estaba desnudo, con la piel azulada y la expresión rígida, nadie reparó en él. Entonces lo supo.