sábado, 24 de abril de 2010

Venganza




Cuando los policías vieron el cuerpo de Valeria en el fondo de la pileta, inmediatamente sospecharon de Leandro. De hecho, era él quien la había encontrado, pero no había testigos que acreditaran su testimonio. Según Leandro, esa noche Valeria había preparado unos canelones deliciosos. Normalmente el que cocinaba era él, y si no compraban algo en la rotisería, o pedían una pizza. Le pareció extraño que Valeria hubiera dejado la mitad de la comida en el plato; tanto trabajo para no comer nada. Después de una cena en silencio, Valeria levantó la mesa. En cuanto escuchó la canilla, Leandro se puso los auriculares y se conectó al chat.
Cerca de las dos de la mañana se dio cuenta de que no había vuelto a ver a Valeria y pensó que se habría ido a dormir sin saludarlo. Si bien prácticamente se ignoraban, respetaban ciertas reglas de convivencia. Si Valeria había decidido romper esas reglas, Leandro no lo iba a dejar pasar así de fácil. Subió las escaleras con ánimo de increparla, pero la cama estaba vacía y tendida, sin señales de que alguien se hubiera siquiera recostado. La puerta del baño estaba abierta y la luz apagada, y Valeria no estaba ahí. Tampoco estaba en el otro dormitorio.
Leandro bajó. En el living la lámpara de pie estaba encendida. Pensó que, como tantas otras veces, Valeria se habría quedado dormida, acurrucada en un sillón con un libro en la falda y una taza de té frío sobre la mesita ratona. Pero en el living no había nadie. La casa estaba en silencio. Leandro la llamó, pero Valeria no respondió. Lo primero que le vino a la cabeza fue la idea de que alguien la hubiera atacado cuando sacaba la basura a la calle. Pero el tacho estaba en la cocina, los platos sobre la mesada con restos de comida, y Valeria ni siquiera había puesto la asadera en remojo.
Leandro sintió un cosquilleo en la boca del estómago y un sudor helado en la punta de los dedos. Un presentimiento trágico lo atravesó. Tal vez internamente sabía que Valeria había estado planificando una manera de escapar airosa del infierno en que vivían. Pero no era de esas personas que podían arreglárselas sola; era dependiente. Tal vez por eso no se había separado de Leandro a pesar de que salía con otras mujeres y que cuando estaba en casa no le prestaba atención.
Leandro no se asumía en falta. Por el contrario; pensaba que si Valeria soportaba sus desprecios era porque de alguna manera creía que los tenía merecidos, o porque en el fondo le gustaba ser maltratada, o porque era incapaz de reaccionar. No le interesaba demasiado saber por qué ella seguía con él, sino que más bien se preguntaba cuánto tiempo más la soportaría. En el fondo todavía la quería un poco, pero estaba convencido de que eran incompatibles y de que la relación se había estancado. Sin hijos, ni bienes para dividir, ni un certificado de matrimonio, separarse era el camino más fácil. Pero estaban enredados en una relación enfermiza que no les daba tregua.
No había mucho más adónde buscar. Leandro salió al jardín y fue al lavadero, pero no había un solo rastro de Valeria. Se asomó al borde de la pileta, entonces la vio. Sintió el corazón pegándole puñetazos en el pecho. La boca se le abrió involuntariamente y dejó escapar un gemido. Quiso saltar a rescatarla, pero las piernas no le respondían. El cuerpo entero estaba petrificado y sólo sus ojos se movían, recorriendo la escena de un lado a otro como buscando una explicación. Nunca había imaginado un final sin retorno. Había soñado con la separación de mil maneras distintas, pero jamás había pensado que ella tomaría semejante determinación. Ver a Valeria muerta, verla después de haberse quitado la vida, lo hizo sentir vacío. Tal vez si hubieran tratado de entenderse, de escucharse, de ser tolerantes, habrían evitado tan dramático desenlace. Tal vez hasta habrían llegado a llevarse bien, a ser compañeros, y quién sabe hasta habrían tenido momentos de felicidad.
Entró a la cocina y dio zancadas en línea recta, agarrándose la cabeza, tirándose del pelo como si así pudiera aclarar las ideas. Valeria sabía nadar. Por más que había tomado media botella de vino con el estómago casi vacío, nadie creería que había caído a la pileta accidentalmente y se había ahogado. Entre tantas idas y venidas vio que sobre la mesada había un frasco de pastillas destapado y volcado. El frasco estaba vacío. Eso lo explicaba todo. Tenía que llamar a una ambulancia. Mientras esperaba en línea volvió a pensar que la muerte de Valeria parecía más un asesinato que un suicidio. Colgó. Si la policía no le creía, estaba perdido. Debía inventar algo. Podría decir que pasó la noche fuera de casa y que la encontró al día siguiente. Tenía que estar preparado para lo que pudieran decir los vecinos. Si alguien lo hubiera visto en el jardín, tendría que convencerlos de que ese hombre no era él. Tendría que explicar por qué no se había llevado el auto, y cómo el asesino había entrado y salido de la casa sin ser visto.
Apenado por la decisión de Valeria, pero por sobre todas las cosas preocupado por lo que sucedería si la policía no creía en el suicidio, apagó las luces y se fue a acostar. Ni bien apoyó la cabeza en la almohada pensó que las luces debían estar encendidas. El asesino no perdería tiempo en dejar la casa a oscuras antes de huir. Se levantó y abrió la puerta que daba al jardín. Tenía que abrir la reja. El asesino habría usado las llaves de Valeria para salir de la casa. Tenía que deshacerse de las llaves. Las guardó en un cajón. La policía no revisaría toda la casa sin una orden de allanamiento. Claro que sería sospechoso si no los dejaba registrar. Se sintió aturdido. Lo mejor habría sido llamar a la ambulancia. Después de todo, él no había hecho nada, y de alguna manera demostraría su inocencia. Porque aunque todos en el entorno de Valeria conocían los detalles de su vida infeliz junto a Leandro, sabían que él no era un asesino.
Pero lo que Leandro no sabía era que Valeria le había dicho a Andrea, su amiga y confidente, que temía por su vida. Que estaba cada vez más agresivo. Que poco después del casamiento había comenzado a gritarle, que en varias ocasiones la había golpeado, y que últimamente la amenazaba con matarla. Según Andrea, Valeria estaba aterrorizada. Había noches que no podía dormir. Se acostaba y esperaba que llegara Leandro. Oía ruidos. Le parecía que alguien entraba en la casa. Veía sombras. A veces el teléfono sonaba a la madrugada, y ella estaba sola, y temblaba cada vez que atendía porque pensaba que Leandro habría tenido un accidente o habría sido víctima de un marido celoso. Leandro le había robado los sueños, la alegría, todo. Su vida se había vuelto un infierno. Pero Valeria no quería separarse. Decía que aunque llevaban "una vida de mierda", prefería morir a vivir sin Leandro. Tenían una relación enfermiza. Una relación en la que Leandro estaba cómodo y de la que Valeria no sabía cómo salir.
Leandro no se sintió capaz de sostener tantas mentiras. Decidió arriesgarse. Llamó a la ambulancia. Al rato llegaron dos patrulleros. Los policías se asomaron a la pileta. Uno hizo una llamada. Los otros entraron a la casa. Leandro hablaba sin parar. Hacía preguntas y se las respondía. Dijo que él tendría que haberse dado cuenta. Que sentía culpa por no haber escuchado nada. Que si Valeria no hubiera tomado pastillas, no se habría ahogado. El juez de turno estaba en camino y probablemente la causa sería caratulada como muerte dudosa. La policía le aconsejó que se tranquilizara, que cualquier cosa que dijera podría ser utilizada en su contra, y que lo peor estaba por venir. Le sugirieron que se comunicara con algún familiar o amigo que pudiera contenerlo. En esos casos lo habitual era practicar una autopsia y abrir una investigación. Además, le advirtieron que era posible que se acercaran algunos periodistas.
El juez llegó acompañado por un fotógrafo. Después de que le tomaran varias imágenes, el cuerpo fue retirado. Leandro sintió arcadas al ver la muerte en la cara de Valeria. También sintió una profunda angustia, y no pudo contener las lágrimas. Los paramédicos lo ayudaron a sentarse y le tomaron la presión. Un policía le señaló al juez que en la cocina había un frasco de somníferos vacío. El juez ordenó incautar el frasco, la botella de vino, los restos de comida, la vajilla, los cubiertos, y la basura. Además, ordenó registrar la casa en busca de evidencias. Leandro tendría que responder algunas preguntas. Le dieron la opción de llamar a un abogado. Recién en ese instante comprendió la gravedad de la situación. Todo el tiempo había sido consciente de lo que estaba ocurriendo, pero la palabra "abogado" estalló en su cabeza y le astilló los nervios.
A Leandro no le gustaban los abogados. No era amigo de ninguno. No tenía nada que ocultar. No había cometido ningún delito. La situación era confusa, pero todo se aclararía. No encontrarían una evidencia que no existía. Nadie podría culparlo de algo que no hizo. Se sintió omnipotente: Leandro contra las Instituciones. Recordó sus años en la Facultad, cuando luchaba por utopías. Cuando se había enamorado de Valeria, que era otra luchadora. Dónde habían quedado sus sueños. La vida le presentaba un nuevo desafío. Lo haría solo, sin la ayuda de abogados, ni amigos, ni familiares. Y saldría airoso, porque era inocente. Pero Leandro no contaba con el resultado de las pericias. De haber sabido que encontrarían somníferos en la comida que Valeria había dejado en el plato, habría ocultado el frasco.

sábado, 10 de abril de 2010

Viaje de ida


Carlos accionó un botón y la nave salió de la atmósfera, remontó a la estratósfera, y en una hora y media llegó a la Luna. Tan pronto descendió de la nave sus pies se hundieron en un pozo. Miró a su alrededor. El suelo era irregular, con profundas depresiones como si alguien hubiera estado cavando. Había huesos por todas partes. La simple idea de haber alunizado sobre un cementerio le heló la sangre. Unos ladridos lo sobresaltaron. No podía ser ninguna de sus perras; ellas no ladraban. Además, esta vez Carlos había tenido que viajar sin comitiva.
Se sintió más solo que nunca. Caminó a la deriva, hasta que a lo lejos distinguió una ciudad. En las afueras había un centro de recreación con areneros, peloteros, y una pista de carreras. A medida que se internaba en la ciudad los ladridos se hicieron más intensos. Le llamó la atención que las casas eran muy pequeñas y que las calles estaban llenas de carteles publicitarios. Esa noche en el canódromo tocaban Laika y los perros desorbitados.
Mientras pensaba que había llegado a tiempo para el recital y buscaba dónde comprar la entrada, una jauría lo acorraló. Iba comandada por una perra. Tenía un collar y una medalla. Era Laika. Pero si Laika había muerto, como todos los demás... "Todos los perros van al cielo", pensó Carlos, y se pellizcó para ver si estaba vivo. Pero no era perro; le faltaba sangre para ser animal. Y no estaba muerto; o estaría en cualquier otro lugar, menos en el cielo.
Los perros lo persiguieron. Carlos entendió el mensaje y corrió a refugiarse en la nave. Apretó el botón. La nave salió de la atmósfera y remontó a la estratósfera.

martes, 6 de abril de 2010

Geografía mística


En Santa Cruz, una Vaquita de San Antonio vivía en una Santa Rita. En Santa Fe, una Mantis Religiosa (más conocida como Tata Dios) vivía en una Corona de Cristo. En San Miguel de Tucumán, la Vaquita de San Antonio y el Tata Dios asistieron a un simposio sobre entomología. No se conocieron de milagro.



viernes, 2 de abril de 2010

Deseo









Subió en Cramer y mientras sacaba boleto lo vio en el primer asiento. Tenía el pelo peinado hacia atrás, traje a rayas, y los zapatos bien lustrados. Instantáneamente hubo una conexión entre los dos. Las miradas se fundieron en un sólo ojo capaz de ver más allá. El colectivo estaba repleto. El se levantó y con un ademán le cedió el asiento. Tal vez fue por la forma en que él la miró, o porque su perfume masculino la embriagó, o quizás fue por el carisma que el hombre irradiaba; lo cierto es que no pudo evitar estar pendiente de él durante todo el viaje.
Ella le miró la mano y comprobó que no tenía alianza. Él le miró la blusa, que aún cerrada hasta al cuello no alcanzaba a disimular los pechos voluptuosos. Ella le regaló una sonrisa inocente. El colectivo frenó y él casi cayó sobre ella. El calor del roce entre las ropas la perturbó. Cuando la gente se reacomodó volvió a sentirlo contra ella. Seguramente alguien lo había empujado. Pero el sexo del desconocido crecía a cada embate. Sintió deseo, y a la vez vergüenza de excitarse por lo que ella misma habría calificado como perversión.
El colectivo se vació en Avenida de los Incas, pero el hombre seguía parado ahí, aunque ya no estaba pegado a ella. Si era un pervertido todavía lo tendría encima, pero ni siquiera le había dirigido la palabra. Además, ella sabía distinguir a un pervertido. Cuando era adolescente a casi todas las chicas las manoseaban en los colectivos, y ella no era la excepción. Se habría dado cuenta. Tal vez el hombre ni siquiera había tenido una erección. O tal vez sí, tal vez tenía un problema, o había tomado algún medicamento, o... Se sintió incómoda. Miró a su alrededor y vio que en el fondo, en un asiento de dos, sólo había una señora. Enseguida se cambió de lugar. Al hombre no le quedaba más remedio que sentarse, pero caminó hacia el fondo.
Ella lo vio acercarse. Tenía unos ojos increíbles, una mirada atrapante, y una sonrisa cálida. Era alto y de espaldas anchas. Imaginó el abdomen plano, los brazos musculosos, y pensó en el sexo que se le había quedado grabado a fuego en el hombro. Era un hombre tan hermoso y elegante. Y se lo veía tan pulcro, con la camisa impecable y las uñas cortas. Y había tenido el detalle de cederle el asiento. Ese hombre no podía ser un pervertido. Todo era parte de una fantasía de mujer que había pasado mucho tiempo sola.
El colectivo se internó en el túnel de Constituyentes. Era hora de bajar. Por qué el no le había sacado conversación. Se levantó y tocó el timbre. Le encantaba ese hombre y quería conocerlo, pero si él no tomaba la iniciativa no había nada que ella pudiera hacer. Además, desde que se había cambiado de asiento no había vuelto a mirarla. Faltaba una cuadra para llegar a la parada. ¿Y si le daba el teléfono? Total, si hacía el ridículo jamás volvería a verlo. El colectivo se arrimó al cordón. Bajó sin mirar atrás. Tal vez él iba a tomar el tren, como tanta otra gente.
A pocos metros estaba la estación Arata. Era un lugar oscuro y solitario, y ella siempre trataba de bajar primera para no quedarse sola. Caminaba a paso firme cuando sintió que le tocaban la espalda. Su sueño se había hecho realidad. Pero el hombre del colectivo ya no tenía la sonrisa cálida y la mirada amable. La tomó del brazo y la miró con el ceño fruncido. Ella intentó zafarse, pero él la sujetó con fuerza. La gente se alejó hacia la estación. Sin soltarla, la zarandeó y la obligó a entrar a la Agronomía. La empujó contra el terraplén y le arrancó la blusa. Y la manoseó. Y se dejó caer sobre ella con todo el peso de su cuerpo, hasta que las piernas se desgajaron como las hojas de un libro viejo. Ella le dijo que así no, que la lastimaba, que... Intentó gritar, pero él le tapó la boca.