lunes, 29 de junio de 2009

Vegetal







Sos árbol de otoño
que pisa mugre
y salpica

Te abrigué con besos
te regué con lágrimas
Fui agua, sol y horqueta
Pero nunca floreciste

Fui savia, nervadura y espina
corola de tus pétalos nonatos
injerto de tu rama enmarañada
Pero tu polen no fecundó

Árbol de copa frondosa
de la que jamás volveré a beber
árbol escabroso de raíz
y hueco de tronco
nunca pudiste cobijar

Se acerca el invierno
y tus ramas caducas me lastiman
Voy a tener que talarte
antes de que te seques

Antes de que yo me seque

viernes, 26 de junio de 2009

Nebulosa






Está oscuro. Un cuchillo de neón ilumina mis manos. Acaricio su contorno con la yema de los dedos. Es endeble, de utilería. Lo afilo en papel higiénico. Me muevo entre tinieblas, en cámara lenta. No sé si huyo o si persigo. Hay faroles, y cúpulas, y autos. Todo es turbio. A través de las ramas desnudas de un árbol sin tronco, distingo un balcón. Emilia está en la biblioteca. Cataloga libros. Creo que debe haberme visto porque cerró las persianas. Hojeo un libro antiguo, hacia adelante y hacia atrás, varias veces. Me detengo en una ilustración. Al pie, en letras góticas, leo algo abominable. Pienso estigma. Pienso muerte. Pienso Emilia. Apuñalo el libro. Su sangre es gélida, verde y espumosa. Huele a heliotropo. Me gusta. Atravieso las páginas con un corte longitudinal. Desgajo la tela. La desintegro. Jirones de lino me sofocan. Una lluvia de hilachas me ciega. La ventana está abierta y el viento trae el perfume de Emilia. Está en el balcón. Y yo, del otro lado de la cortina, abrazo su cuerpo inerte.


sábado, 20 de junio de 2009

La espera






Tener un gato con reuma nunca había sido problema para Ernesto, pero esa mañana lluviosa no quería ir al hospital. Sin embargo, como todos los jueves, guardó al gato en la jaula y lo llevó a la sesión de fisioterapia. Pagó el arancel y buscó donde sentarse, pero todos los lugares estaban ocupados. Dejó la jaula en el piso y descansó el peso de su espalda contra la pared. Una mujer le pidió que se cambiara de lugar porque el gato estaba poniendo nervioso a su perro, y de mala gana Ernesto caminó hacia el pasillo. A los pocos minutos llegó una camilla con un perro accidentado, que aullaba como un lobo. El gato se sacudió dentro la jaula y comenzó a llorar. Ernesto se puso impaciente. El gato seguía llorando, y además fufaba y gruñía. Así pasó un rato y el perro seguía aullando en la camilla, mientras los dueños esperaban que apareciera un médico.
Ernesto regresó a la sala principal y consiguió un asiento. Apoyó la jaula junto a sus pies y sacó un libro, pero no pudo leer más de media página porque los perros iniciaron una competencia de ladridos. Decidió servirse un café para matar el tiempo. Fue hasta la máquina e insertó una moneda en la ranura. Estaba a punto de seleccionar la bebida cuando vio que alguien caminaba en dirección a su asiento. Dejó la moneda y corrió a sentarse, sin su café. Observó la sala. Había por lo menos veinte perros. El gato, tal vez por miedo, permanecía inmóvil y en silencio. Ernesto se rascó la cabeza. Volvió a sacar el libro, pero los ladridos no lo dejaban concentrar. Y ese olor… Los gatos no daban olor. Cómo era posible que a las personas les gustaran los perros, con ese olor que con la humedad se hacía más intenso.
Se levantó y fue hasta el dispenser. Se sirvió un vaso de agua caliente, lo apoyó junto a sus pies, y volvió a sentarse. Un perro acercó su hocico al vaso, pero a Ernesto no le importó. Cuando el agua estuvo tibia la tomó de un solo trago. Una mujer gorda lo miró de reojo y le preguntó si no le hacía mal. Le respondió que tomar agua caliente era un buen método para disolver las grasas, que se lo recomendaba. La mujer miró para otro lado, como si no hubiera escuchado. Abrumado por el olor, Ernesto se levantó y abrió la ventana. Alguien que pasaba por la calle lo saludó. Cerró la ventana con violencia y se acurrucó en el piso, en un rincón. Ahí se quedó un rato, hasta que un perro se le acercó y lo olfateó y lo babeó y le gruñó.
Mientras el perro le mostraba los colmillos, Ernesto se levantó con cuidado y se dirigió hacia la máquina de café. Nadie la había usado y el crédito todavía estaba disponible. Seleccionó un capuccino, pero la máquina no se lo dio. Probó con una lágrima, y tampoco. Iba a pedir un café negro cuando advirtió que la máquina tenía una luz roja. Murmurando que alguien debería haber puesto un cartel, intentó recuperar la moneda. Sacudió la máquina, la golpeó, y la acarició, pero la moneda no quería salir. Una enfermera se le acercó y le dijo que la máquina estaba fuera de servicio, que si no había visto el cartel, y que si no podía recuperar la moneda ella le daría otra.

Ernesto miró pasmado el cartel que no había visto antes. La enfermera sacó una moneda del bolsillo y se la dio. Ernesto agarró la moneda y la revoleó por encima de su hombro pidiendo un deseo. Luego se tiró al piso, dio media vuelta, y en cuatro patas recorrió la habitación buscando la moneda, que todavía se escuchaba resbalar por la pinotea y que parecía no terminar de caer. Los perros también quisieron encontrarla. Por un rato Ernesto fue un perro más. Ladró, balanceó la cadera, y usó sus manos como si fueran patas para escarbar entre las piernas de la gente. El primero en atrapar la moneda fue un chihuahua. Un yorkshire luchó junto con Ernesto, y aunque el yorkshire logró arrebatarle la moneda al chihuahua, no pudo conservarla por mucho tiempo porque un pequinés se la robó. Y al pequinés se la robó un beagle, y al beagle un mestizo, y un labrador, y un pastor belga, rottweiler, mastín, gran danés. Y Ernesto, que ya hacía rato que había sacado bandera blanca, regresó a su asiento bajo miradas acusadoras.

Los enfermeros ayudaron a los dueños a tranquilizar a sus perros, y en el silencio sólo se escuchó el maullido del gato. Ernesto se levantó, alzó la jaula, y le habló al gato. En ese instante entró una embarazada. Ernesto corrió a su asiento. La embarazada observó perpleja cómo Ernesto se sentaba. Se oyó un murmullo y los perros volvieron a ladrar. Alguien que estaba sentado frente a Ernesto le cedió el asiento a la embarazada, que no paraba de decir que ese señor era un maleducado, que la vio entrar y que fue corriendo a sentarse como si hubiera nacido de un repollo. Todas las miradas lo acusaban, y Ernesto decidió demostrarles qué tanto fastidio era capaz de causar: se metió el dedo en la nariz y escarbó, saca un moco e hizo hace una bolita. La embarazada seguía haciendo comentarios y cuando vio la bolita de moco hizo una mueca como si sintiera asco. Ernesto tiró la bolita de moco hacia donde estaba la embarazada, que mientras se agarraba la panza lo llamó loco.
Una enfermera iba a darle una inyección al perro accidentado que seguía aullando en el pasillo. La acompañaban dos ayudantes que sujetaron al perro. Ernesto corrió hacia ella, le arrebató la jeringa, y se la clavó en la pierna a la embarazada, que en pocos segundos cayó dormida. Los ayudantes trajeron una almohada y una frazada, arroparon a la embarazada y la acomodaron en un banco. Varias personas armaron un círculo alrededor de Ernesto y pidieron a gritos que no lo dejen escapar. Los perros ladraban, daban saltos, y por poco no alcanzaban a morderlo. Pero Ernesto también podía ladrar, y así lo hizo. Y además les mostró los colmillos, y los amedrentó dando trompadas al aire. Alguien debió llamar a la comisaría, porque pronto se escucharon sirenas. La policía venía acompañada de la brigada canina. Los perros se enfrentaron en una batalla campal, y los ladridos fueron ensordecedores.

En medio de la confusión Ernesto se acercó a la mujer, levantó la frazada, y le acarició la panza. El bebé daba patadas que podían verse a través de la ropa. Ernesto gritó que el bebé le pegaba a través de la panza, pero los policías, que no se habían enterado de que él era quien había causado los disturbios, lo confundieron con el esposo de la embarazada y se ofrecieron a alcanzarlos a su casa. Antes de subir al patrullero, Ernesto les dijo que debía regresar a buscar a su gato. Sin que nadie pudiera notarlo, escapó por la salida de emergencia.



martes, 16 de junio de 2009

Feriado




El otoño era la mejor época para disfrutar del paisaje de la Agronomía. Algunos árboles ya no tenían hojas, otros se pintaban de rojo y amarillo, mientras que los pinos permanecían verdes. A ella le gustaba ese lugar. Decía que el perfume de la tierra y el canto de los pájaros la ayudaban a pensar. Bajó la cabeza. Desde el puente las vías eran fósforos encauzados en un suelo de carbón. Jugó a contar los durmientes. Iba por el número cincuenta y tres cuando un niño le hizo perder la cuenta.
- Pará un poco Rodrigo. Casi atropellás a la señora.
- Perdón papá, no me dí cuenta...
- Pero tenés que prestar atención. Mirá si lastimás a alguien...
- ¡Te dije que no me di cuenta! - gritó el niño. Luego se bajó de la bicicleta, agachó la cabeza, se cruzó de brazos, y dio un pisotón.
- Disculpe señora, es que el nene está pasando por un momento difícil.
Ella permaneció inmóvil, con un codo apoyado en la baranda, la cabeza reclinada sobre el puño, y los ojos clavados en las vías. La mano que le quedaba libre la usaba para hacer dibujos en el aire con el dedo índice. La voz del hombre le molestó, y giró el torso para darle la espalda. El niño arrastró el pie, y esbozó otra patada que no se animó a dar.
- Portate bien porque no te traigo más.
- Mirá cuánta gente - dijo el niño señalando el andén - ¿Por qué si es feriado hay tanta gente?
- Porque aprovechan para hacer cosas que no pueden hacer cuando trabajan.
- ¿Y por qué salen tarde?
- No salen tarde, es que en invierno oscurece temprano.
Las voces ya no la molestaban y se sorprendió al sentirlas parte de un todo; como en casa, cuando encendía la televisión para hacerse de comer. Retomó el conteo de los durmientes. Los últimos rayos de sol apenas le entibiaban la piel, y el viento la despeinaba, pero parecía no importarle. Repasó con la mirada cada detalle de la estación: el andén sumergido en un colchón de hojas de plátano, la gente que lo recorría de punta a punta escapándole a la sombra, frotándose las manos, fumando un cigarrillo.
- ¿Entonces vamos a llegar de noche?
- De noche no. Igual nos tenemos que apurar.
- ¿Vamos a toda velocidad?
Le pareció que el tren nacía del horizonte: un haz de luz que sería bola de fuego al estrellarse contra sus ojos. A pocas cuadras se divisaba el paso a nivel. La campana fue música, y las barreras bailaron y se fundieron en una reverencia.
- No, a toda velocidad no. Vamos tranquilos que la bici es nueva y estás aprendiendo a andar.
- ¿Qué es ir a toda velocidad?
- Es ir lo más rápido que se puede. Mirá, ahí viene el tren. Va a toda velocidad y frena en la estación.
A medida que el tren se aproximaba, la gente que estaba en el andén se preparó para subir. Los padres tomaron a sus hijos de la mano, los trabajadores recogieron sus bolsos, y los enamorados se desanudaron.
- ¿Y ahora sale a toda velocidad?
- No, si sale a toda velocidad se rompe. Es como un auto, arranca y…
- Como la bici, o la hamaca…
Una vez más perdió la cuenta de los durmientes, pero no le importó. Se sintió invisible e invencible. Pasó una pierna hacia el otro lado de la baranda. Luego la otra. Se sujetó con las manos por detrás de la espalda, e inclinó el torso hacia adelante, como un mascarón de proa.
- ¡No! - gritó el hombre, pero su voz se perdió entre el chirrido de las ruedas.
- ¿Por qué el tren frenó así?
- No sé…
- ¿Se rompió?
- Creo que sí. Vamos, que mamá debe estar preparando la leche.


viernes, 5 de junio de 2009

Vampyr

It's not "natural", "normal" or kind
The flesh you so fancifully fry
The meat in your mouth
As you savour the flavour
Of MURDER

Morrissey




Hoy quisiera morir. Todos deberíamos tener derecho a morir. Pero esta maldición… No puedo más. Todas las larvas dormimos en un capullo, pero sólo unas pocas mariposas despertamos al caer el sol. Saldré cuando nadie pueda verme, cuando la luz no me lastime, cuando el frío sólo queme a los buenos. No me acostumbro al olor a tierra, ni a la humedad, ni a las flores mustias. Hoy más que nunca les temo a las criaturas de la noche. Ya no quiero vivir en la oscuridad.
Hoy quisiera morir, quisiera no haber tenido que matarlo. No hay peor condena que matar lo que se ama. De todos modos, tarde o temprano habría muerto. Ahora está condenado igual que yo, a vivir esta vida insípida pintada en escala de grises. Hoy le enseñaré a salir de cacería. Y después se irá, como todos. Siempre es igual, vivos o muertos todos se van, menos yo.
Hoy no quiero ser amiga de las flores que perfuman las estrellas, ni volar en bandada con los murciélagos, ni hablar con las lechuzas. Hoy quiero ver el arco iris. Hoy quiero ser humana otra vez, quiero ser mortal. Sí, hoy quiero morir.
Podría esperar a que el sol se oculte y caminar hacia la nada. Llegar a un lugar donde no pueda guarecerme y esperar a que amanezca, y que el sol me consuma. Pero tengo miedo de morir.
Otra vez voy a tener que salir a saciar mi sed. Podría levantarme y espiar por la ventana, a ver si es cierto lo que dicen del sol. Pero tengo miedo de quedarme ciega. Muerta y ciega. ¿Habrá algo peor? Y esto de no poder dormir, no poder dejar de pensar. Sentir que las paredes me oprimen. Soy una fruta encerrada en una lata: si salgo, devorarán mis despojos; si me quedo, me pudriré.
Hoy pueden venir los cuervos a buscarme, pero les diré que aunque estoy muerta no soy carroña. Hoy pueden despedazarme y aún así no me harán doler, porque cuando uno está muerto lo único que duele es el alma. Hoy pueden clavarme puñales, pero no pueden hacerme sangrar. Hoy soy agua que no moja, soy un hueso flexible, soy una pared que habla. Hoy soy todo lo que quieran que sea, pero nada que yo quiera ser.
Porque hoy quiero morir, y no puedo. Porque tengo que esperar a que sea de noche para salir de este ataúd. Porque temo que este ataúd no sea más que mi propio cuerpo.