lunes, 20 de abril de 2009

De Xenartros Capítulo IX


Convencida de que su viaje a Viena había sido un fracaso, decidió volver a París. Al menos allí tenía unos fantasmas amigos con los que se encontraba de vez en cuando. En Viena ya no le quedaba nadie, y su apariencia no la ayudaba a iniciar nuevas relaciones. Además, estaba tan agotada que ya no podía seguir errando como un alma perdida. Necesitaba descansar. La muerte le adeudaba un Requiem, tal vez por eso aún no encontraba paz. Pero no podía morir porque ya estaba muerta. Su única esperanza era que San Antonio le concediera la gracia pedida. Mientras tanto debía regresar a París y allí esperar. Ahora tenía otro problema: las arcas del Sr. Xenartro se habían vaciado; mejor dicho, las había vaciado el Dr. Froid para satisfacer a su amante. Antoinette debía encontrar una manera de hacer dinero. Decidió hacerse de unos chelines ejerciendo la más antigua de las profesiones, pero volvió a tropezar con otro inconveniente. Su aspecto no la ayudaba a conseguir clientes, y el que la miraba era para reirse de ella. Estaba terriblemente sola. Hasta los piojos la habían abandonado, hartos de resbalar por la bocha sebácea del Señor Xenartro.

Llegó a la conclusión de que era hora de pedir ayuda, y se rebajó a hablar con la plebe. Se detuvo a conversar con unas prostitutas que trabajaban en la zona de la West Banhof, y ellas le explicaron que allí no conseguiría nada, pero que probablemente en Praga le iría mejor. No tenía opción; debía confiar en la palabra de las prostitutas. Sin dinero, sólo había una manera de llegar a Praga. Hizo dedo hasta que un camión la levantó. No podía creer lo que le estaba sucediendo. Se sintió más desdichada que nunca, pero se consoló pensando que en algún momento volvería a estar en París. Mientras tanto, el Señor Xenartro estaba entusiasmado con el asunto de la
prostitución, porque finalmente iba a tener sexo. Estaba tan ansioso que su personalidad no sólo afloraba esporádicamente, sino que por momentos el cuerpo recobraba las formas masculinas. El conductor del camión, que había bebido unas cuantas cervezas, le achacó el fenómeno al exceso de alcohol. No podía quitar la vista del escote de Antoinette, que mientras le practicaba sexo oral, sufría mutaciones: su piel se oscurecía y se aclaraba, sus pechos se inflaban y se desinflaban, y la espalda se le ensanchaba y se le angostaba. De a ratos desarrollaba bíceps, los zapatos le quedaban chicos, y el corsette no la dejaba respirar. A los pocos minutos la metamorfosis volvía a ocurrir, hasta que el cuerpo recobraba las formas de Antoinette. Estos cambios se producía varias veces; algunas duraban segundos y otras largos minutos. El chofer miraba de reojo, un poco asustado, y entre hipos y eructos se juró no volver a beber esa marca de cerveza. Pero las habilidades de Antoinette prevalecieron, y el chofer la dejó hacer hasta el final.
Así llegaron a Praga, donde quedaron librados a la buena de Dios.

martes, 14 de abril de 2009

De Xenartros Capítulo IX


Estaba llegando a Hofburg cuando una aglomeración la detuvo. Manifestantes parecidos al Señor Xenartro se habían acercado a las puertas del museo para reclamar el Penacho de Moctezuma. Tanto lío por un indiecito de mierda. Y yo que fui reina, acá nadie me recuerda como merezco. Se avergüenzan de mí. No me defendieron la hora de la muerte y permitieron que ensuciaran mi nombre llamándome “La Perra Austríaca”. En cambio dejan que estos latinoamericanos vengan a entorpecer el tránsito y a desorganizar la ciudad, todo por semejante chuchería...
En la peatonal había un grupo de jóvenes vestidos a la moda del siglo XVIII. Antoinette pensó que eran fantasmas, que como ella habían quedado atrapados en el tiempo, y se les acercó. Algunos la trataron con respeto, pero otros no pudieron contener la risa que provocaba su apariencia ridícula. Cuando le explicaron que vestían así porque vendían entradas a conciertos de música clásica, Antoinette sólo atinó a insultarlos, sugiriendo que usaban como disfraz una ropa que había sido símbolo de distinción y de linaje. A los jóvenes pareció no importarles, y la dejaron hablando sola, como a los locos. Y como loca empezó a gritar su nombre, para que todos supieran quién era, a la vez que enarbolaba una cinta roja y blanca, símbolo de los Habsburgo. Pero nadie reparó en ella, salvo un turista que la confundió con una mendiga y le arrojó unas monedas.

lunes, 6 de abril de 2009

De Xenartros Capítulo IX


Antoinette deambuló por los callejones y sólo encontró paz en la catedral de San Esteban. Había un pequeño altar dedicado a San Antonio. Encendió una vela, se arrodilló frente al santo, y rezó. El Señor Xenartro se burló, y ella, para darle un escarmiento lo llevó a las catacumbas.
La antesala a la cripta estaba bien iluminada, y los muertos descansaban entre maderas de caoba y crucifijos. Un sendero de ataúdes conducía a un túnel, que era la parte más antigua de la catacumba. Estaba atiborrado de un fétido olor a flores y a aguas servidas. Se internaron en el túnel, que a cada paso se hacía más diminuto; Antoinette se encorvaba cada vez más, los pies se le hundían en el barro, y los alambres del vestido se enganchaban en las paredes. Lentamente llevó al Señor Xenartro hasta la boca del osario. Los huesos, apilados uno encima de otro, estaban clasificados y distribuidos en celdas: por un lado los húmeros, por otro los fémures, y por otro los cráneos. A esa altura el túnel no era más que un agujero en la tierra. Casi en cuclillas llegaron a una celda donde había algunos esqueletos desparramados, y Antoinette trató de imaginar en qué circunstancias esas personas habrían llegado ahí. Le gustó pensar que los habían encerrado vivos, y que los dejaron morir de hambre, o de frío, o de tristeza. El Señor Xenartro sólo tenía fuerzas para temblar, y le suplicó a Antoinette que lo sacara de ese lugar, pero ella se acurrucó junto a un montículo de tierra y lo obligó a dormir.

domingo, 5 de abril de 2009

De Xenartros Capítulo IX


Se animó a tomar el U2, que la llevó al palacio Schönbrunn, donde había vivido hasta que la mala fortuna la envió a Francia. Había cambiado mucho; ya no era el lugar
reservado a los ricos, apartado del resto del mundo. La zona estaba completamente urbanizada; había casas, negocios y afines, como en cualquier rincón de París. Además, Antoinette ya no era la dueña de casa; los turistas invadían el palacio. Muchos la tomaron por una atracción y se le arrimaron para sacarse fotos a su lado, como si fuera una pieza de mampostería. Otros, cuchicheando y riéndose, la señalaban con el dedo.
A medida que los días pasaban, las apariciones del Señor Xenartro eran cada vez más frecuentes. Cuando Antoinette se rendía al cansancio, alforaba la personalidad oculta del Señor Xenartro; el cuerpo se volvía torpe, la apariencia tosca, y el vocabulario obsceno. Pronto se arrepentiría de haberlo poseído.
Para ingresar a la que fue su casa, Antoinette tuvo que pagar entrada. Estuvo a punto de darse a conocer, pero temió que la tomaran por loca. Ingresó al edificio con el ímpetu propio de una reina, ansiosa por llegar a su habitación. Para competir con Versailles, su madre había pasado años remodelando el palacio, y Antoinette encontró todo muy diferente. Sin embargo, todavía podía reconocer ciertos objetos y mobiliario. Había varios retratos suyos, y se emocionó al recordar sus años de juventud junto a su familia. Prácticamente había olvidado el rostro de sus hermanas, pero ahora los redescubría en las pinturas. Recordó que en una sala que llevaba su nombre, había un tapiz que la mostraba junto a tres de sus hijos. Desafortunadamente, el tapiz había sido removido, y el único objeto propio que halló en todo el palacio fue un secretaire. De vez en cuando aparecía el Señor Xenartro y hacía comentarios como: ¡Vos sí que tenías plata, pebeta!
El Señor Xenartro supo apreciar los jardines y disfrutó de un paseo por el bosque. Lo que más le gustó fue el zoológico, y llenó sus pulmones con el aire pestilente de la jaula de los leones. Para Antoinette, en cambio, Schönbrunn no fue más que una decepción. Desde la glorieta vio con tristeza que la ciudad ya no era ni la sombra de la Viena imperial. El palacio Belvedere se remontaba entre la neblina, y junto a los demás edificios casi pasaba inadvertido. La modernidad había matado todo lo que ella amaba.
Se alejó de Schönbrunn sin rumbo fijo. La ciudad le parecía un escenario de ciencia ficción. Recorrió en tranvía la Avenida del Ring, y observó que el tránsito era mucho más ordenado que en París. Caminó por el casco antiguo, y en la Domgasse vio una casa con la bandera de Austria. Se acercó a la puerta y leyó un cartel: Figaro Haus. Se enteró de que ahí había vivido Mozart, y que en esa casa había escrito la tan criticada ópera Las Bodas de Figaro. Recordó los conciertos en Schönbrunn, y aquél día en los jardines. Mozart estaba jugando con ella y sus heramanos, cuando tropezó y cayó al suelo. Todos se rieron de él, menos Antoinette, que lo ayudó a levantarse y le sacudió el traje para sacarle el polvo. Mozart se secó las lágrimas y la besó, y le dijo que cuando fuera grande se casaría con ella. "¡Y pensar que cuando era un nene dijo que nos íbamos a casar! Qué diferente habría sido mi vida. Pero mis padres no me lo habrían permitido. En mi época una Archiduquesa no podía casarse con un músico; estaba mal visto. Además, su propuesta fue cosa de chicos. Tal vez de grandes no se habría fijado en mí. ¿Y si me hubiera querido? ¿Y si yo lo hubiera querido? ¿Y si mis padres me hubieran dejado casar con él, o si hubiéramos escapado juntos para casarnos donde nadie nos conociera? Seguro que habríamos vivido en Viena, o en algún pueblito en el campo, y habríamos sido felices. Él compondría para mí, y yo cantaría su música. Y tal vez un día iríamos a París, y me presentarían al Rey, que no sería mi marido. Y sí, habría sido preferible perder la cabeza por Mozart, a perderla en la guillotina".

jueves, 2 de abril de 2009

De Xenartros Capítulo VIII


El Señor Xenartro se dejó llevar por las caricias de Antoinette, y ella lentamente lo penetró hasta tomar absoluta posesión de su cuerpo. Con placer, Antoinette exclamó: Je suis heurese! J’ai le corp d’un ange une autre fois! M. Xenartro, maintenant Je vous commande.

Ansiosa por ver su nuevo cuerpo, buscó un espejo. Cuando lo encontró, se miró de abajo a arriba. Los pies estaban cuidados y las piernas conservaban la tonicidad de siempre. Las caderas redodeadas, tenían el mismo ancho de los hombros. Antoinette pensó que era hermosa como pocas. Recorrió el contorno sinuoso de su torso con la punta de los dedos hasta que se le erizó la piel. Llevó la mano a la entrepierna. Estaba húmeda, como cuando la tocaba Axel. Se sintió viva. Su sangre se alborotó. Cayó de rodillas y se quedó en esa posición, con una mano apretada entre las piernas. La otra mano pellizcó los pechos hasta volverlos punzantes, y se los llevó a la boca. Le gustó. Recordó el aliento en la nuca, lo prohibido; esas cosas que hacía con todos, menos con su marido. Deslizó la mano por la espalda y buscó la entrada a lo profundo. Un torrente de placer la atravesó y la pelvis se convulsionó. Hacía tanto que...
- Gracias piba. Fue mi primera vez - dijo el Señor Xenartro. Antoinette lanzó un alarido. Se suponía que al tomar posesión del cuerpo, el Señor Xenartro debía pasar a otra dimensión, pero algo había fallado y ahora compartían el mismo cuerpo. Volvió a mirarse al espejo. Sin duda era ella misma, pero la cabeza no era la suya, sino la del Señor Xenartro. La Reina de Francia se había convertido en una aberración. Sólo una pequeña porción del cuello se había salvado de la guillotina; el resto había sido destrozado. Lo que separaba a la cabeza del cuerpo era un puñado de cicatrices; el estigma indeleble de la Revolución. Debía inventar una historia para justificar su aspecto monstruoso: sus rasgos masculinos, la bocha brillante, y el oscuro pellejo del Sr. Xenartro que contrastaba con su piel de seda. Era aún más abominable que la cabeza de Boris Karloff en el cuerpo de Bela Lugosi. No obstante, se puso su mejor vestido, y preparó un necessaire para llevar en el tren.

miércoles, 1 de abril de 2009

De Xenartros Capítulo VIII


El Sr. Xenartro decidió que era una noche ideal para caminar por las Tullerías. Los flashes lo abrumaban, pero igualmente avanzó por los jardines a paso firme. Aunque el polen lo hacía estornudar, se detuvo a olfatear las flores, como un sabueso que persigue a su presa. Estaba llegando a la salida cuando se produjo un apagón. Bajo la luz de la luna, Paris era una ciudad fantasma. El Señor Xenartro miró a su alrededor hasta que sus ojos se acostumbraron a las tinieblas, entonces se hizo de día. La Place de la Concorde no fue la misma. El obelisco desapareció y en su lugar montaron un escenario rodeado de agitadores sociales; plebeyos y mercaderes de ilusiones revolucionarias ensamblados en una vorágine sedienta de muerte. El populacho maloliente clamó justicia. No había automóviles, ni semáforos, ni iluminación eléctrica. La Tour Eiffel desapareció. Un redoblar de tambores anunció la inexorable ejecución de la Perra Austríaca, que con dignidad se acercó al cadalso. El Sr. Xenartro reconoció en ella a la misteriosa mujer que había visto en la ópera. Estaba vestida de rojo, y le habían cortado el cabello al ras. No quiso que le taparan los ojos. Apoyó el cuello en la guillotina y esperó a que el verdugo soltara la cuchilla. La cabeza dio un chasquido en el suelo y se desangró hasta que los ojos dejaron de parpadear. La turba revolucionaria celebró la muerte de la Reina. El Sr. Xenartro se entristeció. No sabía de reyes, pero estaba seguro de que ella era diferente a las demás mujeres. No pudo contener el llanto, y decidió refugiarse en el Barrio Latino, pero antes de que caminara una cuadra, se hizo de noche. La ciudad se iluminó, la Tour Eiffel volvió a estar en su lugar, y los autos volvieron a circular. Perturbado y a la deriva, sintió que alguien le tocaba el hombro. Era ella. Estaba más hermosa que nunca. Su cara resplandecía bajo la luz ténue de un farol, y la envolvía un aura radiante. La mujer murmuró - ¿Por qué se fue? Le pedí que trajera mi cabeza, y se fue... La perdí hace más de doscientos años, y nunca la recuperé. Esto que usted ve es una proyección de lo que fue mi cabeza. No puedo seguir así. Necesito un cuerpo. Necesito ser una mujer entera. ¡Por favor! ¡Ayúdeme!

- ¡Vení, mamasa! ¡Yo te voy dar un cuerpo! - dijo entusiasmado el Sr. Xenartro. En ese instante recordó su enfermedad y el tratamiento poco efectivo del Dr. Froid, y se sintió herido. Nunca habia conocido a una mujer así, y era incapaz de satisfacerla. Tuvo miedo, vergüenza, odio. Se propuso enfrentar al doctor y exigirle que le permitiera acceder a la virilidad prometida. No se atrevió a explicarle a la mujer acerca de sus dolencias, y una vez más huyó. La mujer le pidió que no la dejara sola, pero el Señor Xenartro logró resistir a sus encantos, y ya en el hotel se sintió a salvo.