miércoles, 4 de junio de 2008

Perseguida


Bajamos del colectivo y quise acompañarla hasta el subte, pero mi anciana me rechazó. Pensé que a esa altura ya se habría dado cuenta, e intentaba escapar. Bajé al andén y la esperé cerca de la escalera. Minutos después, sentí el olor a naftalina, y supe que la tenía cerca. Miré a mi alrededor y la vi salir del ascensor. El andén estaba lleno de gente, y eso me daba ventaja. Se sentó en un banco, y yo me paré en un lugar no muy cerca de ella, pero donde pudiera verme. Cuando el tren abrió las puertas, subí a uno de los primeros vagones. No se dio cuenta de que yo la veía mientras ella me observaba. Esperó a que me acomodara y se sentó en la otra punta del tren, como si así pudiera salvarse. Caminé por los vagones, como la demás gente que buscaba un asiento libre, y llegué hasta donde estaba mi anciana. Cuando me vio empezó a toser, y temí que le fuera a dar un ataque. La necesitaba viva. Me senté frente a ella y le sonreí amigablemente.

- Diga que está todo lleno, sino nos sentábamos juntos – le dije.
No habló, pero sus ojos empañados me dieron la certeza de que ya lo sabía. Una señora me cambió el lugar y me senté al lado de mi anciana.
– Usted me gusta mucho – le dije, - me hace acordar a mi abuela checoslovaca. Tiene los ojos claros y la piel pálida de los eslavos.
Me respondió con los ojos, en un lenguaje de lágrimas contenidas. No pudo disimular el miedo. Y yo, como un perro, cuando huelo el miedo me excito. Le pregunté si efectivamente iba al ABC y contestó con evasivas. O fingía no recordar, o en verdad había olvidado a dónde iba. Temí que no estuviera lúcida; si no están lúcidas no sirven. Me apreté contra ella. Cuanto más sentía su calor, más me gustaba. Me dio culpa haberle mentido. Nunca tuve una abuela checoslovaca, pero no era momento de decirle la verdad. Lo cierto es que me recordaba a mi anciana de Zapala, la de los ojos de esmeralda. Qué delicia mi anciana de Zapala. Lástima que con ella fue todo tan rápido. Me habría gustado disfrutarla un poco más, pero tuve que apurarme. Todo por esos turistas. Y eso que había un cartel de “no acampar”. Pero no respetan nada. Y ahí estaba yo, haciendo mi trabajo, mientras esos turistas armaban la carpa a unos metros nomás. Recuerdo la cara del chico que me descubrió entre los arbustos. Estaba tan asustado que se hizo encima. Se quedó observando en silencio, inmóvil, y yo aproveché para escapar. Por suerte nunca me encontraron. Esa fue la única vez que me salió mal, y eso que llevo años en este oficio.

lunes, 5 de mayo de 2008

El temor de Dios


Antes de acostarse escribió una carta a los ratones y la guardó en un sobre junto con el diente. Puso el sobre debajo de la almohada y apagó la luz. Esa noche casi no durmió. Cada tanto se despertaba y revisaba el sobre, a ver si los ratones habían llegado. Estaba ilusionada con verlos, pero temía que todo fuera una farsa, como la de los Reyes Magos. Recordó la madrugada funesta del seis de enero. En el comedor, con la ayuda de sus padres, había armado una cuchita para que los camellos descansaran. Había puesto agua y unas galletas, y había dejado todos sus zapatos para que los llenaran de regalos. Un ruido la había despertado y se había levantado de un salto para ver a los reyes. Pero en el comedor estaba su papá, comiendo las galletas y revisando sus regalos. El padre no supo qué decir, y corrió a buscar a su esposa. La mamá le explicó a Clarita que los reyes eran los padres, que su papá no estaba robando sus regalos sino que él mismo los había comprado,
y que cuando Clarita se levantó, su papá los estaba acomodando para que ella los encontrara al día siguiente y pensara que se los habían dejado los reyes. Pero Clarita no le creyó, y siguió convencida de que su papá era un ladrón. No pudo perdonar a sus padres por haberle mentido. Lloró y rezó pidiendo que se hiciera justicia, y cuando su padre murió a los pocos días atropellado por un auto, creyó que Dios la había escuchado.

miércoles, 23 de abril de 2008

La noche iluminada


- ¡El cielo tiene luz papá! – Andrei estaba extasiado, y Nicolae se sintió feliz como nunca. – Llevame afuera papi. Quiero verlo bien.
Nicolae lo envolvió en una frazada, lo alzó y lo llevó al campo. El niño tenía razón. El cielo derrochaba luz, y los astros, que habían adquirido dimensiones desmesuradas, parecían haberse acercado a la Tierra. La luna se había teñido de un rojo anaranjado y los planetas podían verse al detalle: los anillos de Saturno, las lunas de Júpiter, los volcanes de Marte. La vecindad parecía hipnotizada; nadie hablaba, nadie se movía, y todos miraban al espacio. La quietud era comparable al instante que precede a una nevada. Todo era paz hasta que se lo escuchó a Andrei.
- ¡Mirá papá! ¡Allá está mamá! – gritó mientras levantaba su brazo derecho. Nicolae percibió cómo el cuerpo del niño tiritaba a medida que iba perdiendo temperatura. Lo abrazó con todas sus fuerzas para calentarlo. - ¿La ves papá? ¡Ahí viene!
Una constelación de estrellas fugaces se deslizó sobre ellos. Tenía forma de mujer y se destacaba de los demás astros por su resplandor y su tonalidad áurea. Nicolae se emocionó y no pudo contener el llanto.
- No llores papi ¿La ves? – insistió Andrei mientras le pasaba las manos por la cara para secarle las lágrimas – Viene a buscarme.
Nicolae apretó al niño contra su pecho como para retenerlo, pero a medida que la hoguera se extinguía Andrei se fue haciendo más pesado, y para cuando el fuego se hubo apagado el niño colgaba de los brazos de su padre como una rama seca.

martes, 22 de abril de 2008

Concerto grosso


Tras un breve intervalo, explotó la sinfonía "Los Adioses" de Haydn. Desde los primeros compases cautivó al público por su expresividad y refinamiento. El director no paraba de dar latigazos con su batuta, y su caballería polifónica marchaba al trote, pero en la recta final la tropilla se desbocó. Conforme a la tradición, en esta obra los músicos debían retirarse del escenario a medida que terminaban de interpretar su parte, pero había llegado el momento de llevar a cabo el plan que habían elaborado cuidadosamente. Fueron abandonando sus posiciones paulatinamente, pero en lugar de desaparecer tras las bambalinas, armaron una coreografía. Los portadores de instrumentos pequeños integraron dos rondas, una de cuerdas y otra de vientos, y giraban alrededor de sus compañeros de atril, daban saltos, movían el torso hacia atrás y hacia adelante, como bailando un carnavalito. Los violines y las violas empuñaban el arco y desarmaban pentagramas para hacer saetas con las que disparaban hacia la cúpula. Iban liderados por el Concertino, que serruchaba las cuerdas con frenesí. Apostados en el centro de la ronda, los contrabajos tocaban pizzicato y agitaban sus piernas como músicos de jazz, mientras que los cellos crepitaban como una orquesta típica. En la otra ronda, el piccolo era un sátiro que intentaba atrapar a la flauta dulce y a la traversa. Estos instrumentos con poderes sobrenaturales, capaces de encantar serpientes y exterminar ratones, se unieron en torno a los fagots, a los oboes y a los clarinetes. La tuba hostigaba al piccolo, le bramaba al oído y lo hacía saltar como un sapo. En medio de esa persecución los vientos soplaban cerbatanas melódicas, parodiando a las cuerdas y sus poderosas flechas. El sonido rebotaba contra los frescos de Soldi, que parecían atrapar puñados de música y arrojárselos unos a otros, como en una guerra de nieve.

miércoles, 2 de abril de 2008

Escrito en la Chacarita

Ayer hubo otra tormenta de verano, pero no la detuvo. A la tardecita la vi entrar al cementerio. Estuvo ahí un rato largo y después volvió a su casa. Entró por el pasillo, y fue directamente al escritorio. Sacó un papel y escribió algo. Pensé que encendería la televisión, o que comería algo, pero se puso el abrigo y salió por la puerta del frente. Aproveché la oportunidad y sin vacilar entré por la ventana. Me acerqué al escritorio y tomé la carta. Estaba empapado y humedecí un poco el papel, pero la tinta no llegó a borronearse. Acerqué el sobre a la lámpara y leí el nombre del destinatario: Miguel García. El sobre estaba abierto, y adentro había una llave y una nota: "Hoy parecía débil. Debe ser por los sedantes. Igual lo mediqué."

El gato del hijo del forense


Abrió la puerta del dormitorio. Todo era rojo, y tenía ese olor característico que a él tanto le gustaba. El techo temblaba, y se percibía un sonido a líquido en ebullición, como si un río corriera por los ductos de la calefacción. Decidió subir al desván e investigar qué estaba sucediendo. Tan pronto giró el picaporte, un remolino de sangre lo empujó contra la ventana. Vio con horror a su gato enganchado en el postigo, con el corazón abierto. En un intento por rescatar al gato se asomó a la ventana y resbaló. Alcanzó a sujetarse de la cortina, y apoyándose en la cornisa logró acercarse al gato. Pero cuando estaba a punto de atraparlo, volvió a resbalar y cayó a la calle, donde estaba estacionado su descapotable. Su cuerpo terminó en el asiento del conductor, y sus piernas impactaron contra los pedales. De alguna manera el auto arrancó, avanzó unos metros, y chocó al patrullero. Un policía que pasaba por ahí, lo confundió con un delincuente y le disparó. Después de un día tan ajetreado, el hijo del forense había muerto.

lunes, 31 de marzo de 2008

Mind the Gap


"Mind the gap. Mind the gap. Mind the gap."
Decía en el andén, del otro lado de la línea amarilla. Las letras eran grandes, pero no las ví. Tampoco interpreté la señal sonora y seguí como si nada. No advertí la brecha que separaba al vagón de la plataforma, y cuando intenté subir, mi pie cayó en el hueco y quedé atorada. Sentí que mi pierna se estiraba, y adelgazaba a medida que el tren me arrastraba por las vías. Mi cuerpo comenzó a levantar temperatura por la fricción, hasta que las extremidades se derritieron y como mercurio se derramaron sobre los durmientes. No sentí dolor. No tuve miedo. Sólo pude ver las chispas de las ruedas que cortajeaban mis despojos.

sábado, 29 de marzo de 2008

La Momia





Al cabo de unos días el sarcófago estuvo terminado. Medía alrededor de medio metro de largo. Contrario a los sarcófagos tradicionales, éste no tenía representada la cara del muerto. Mi tierna y hermosa gata dio su aprobación con un maullido. Debía sentirse cómoda dentro del sarcófago, porque cada vez que la ponía ahí, entrecerraba sus brillantes ojos de esmeralda y ronroneaba. Yo sufría por ella. Sabía que era muy vieja y que le quedaba poco tiempo. Era un mortal, como todos, pero yo quería tenerla a mi lado para siempre. Por eso decidí inmortalizarla.


viernes, 28 de marzo de 2008

La Mesa de Luz


Marcela estaba feliz. Después de varios meses había encontrado la mesa de luz que buscaba. La había imaginado durante noches de insomnio y por fin la tenía en casa, junto a su cama velando sus sueños. Llevaba dos meses recorriendo la ciudad a pie hasta que la encontró. En el camino se había topado con muchas, mesas semejantes a la suya, pero todas se vendían de a pares, y ella sólo necesitaba una. Una tarde de sol fue al Mercado de las Pulgas y allí la vio, parada en sus cuatro patas raídas. Era una de esas mesas antiguas, el mueble de madera y cubierta de mármol, rematada por un espejo biselado de líneas redondeadas y unos herrajes discretos que le otorgaban un toque refinado. La compró de inmediato, sin importarle su precio exorbitante, y sin siquiera regatear. Se fue feliz, sintiéndose dueña de un singular tesoro.
Al llegar al edificio, la colocó con cuidado en el ascensor y la llevó hasta su departamento. Entró, y la apoyó sobre el piso de pinotea; un piso rechinante y descolorido, que en contraposición con la mesa parecía estar apenas gastado. Marcela fue al baño a lavarse las manos. Tenía calor. Se estaba mojando la cara con agua fría cuando escuchó una voz que venía del comedor; una voz reverberante como el sonido de un piano o de una guitarra. “¿Tenías que lavarte las manos? ¿Te doy asco?”. No era la primera vez que Marcela escuchaba voces en su cabeza, pero esta era una voz desconocida. Registró el departamento, y comprobó que estaba sola. Ya tranquila, se abocó a la tarea ardua de rejuvenecer a su mesa de luz. Se puso unos guantes de goma, y comenzó con el proceso. Primero la limpió bien con un desinfectante especial para muebles apolillados, luego la untó con varias capas de cera, lavó el mármol, y le sacó brillo al espejo. Sólo le faltaba lustrar los herrajes y pintarla con reparador de muebles, pero para esto la madera debía estar bien seca. La ubicó junto a su cama y la adornó con un velador de vitreaux Tiffany. Marcela se quedó un rato observando a la mesa de luz. Sin duda cuando terminara de restaurarla quedaría como nueva. Inventó breves historias imaginando a quiénes habría pertenecido, especulando por cuántas manos habría pasado,e indagando de cuántos buenos y malos momentos habría sido testigo. Luego se sacó los guantes y se fue a lavar. Tan pronto como abrió la canilla volvió a escuchar la voz reverberante: “¿Cada vez que me toques te vas a lavar las manos?”.
Hacía ya mucho tiempo que Marcela tenía pesadillas, y se despertaba sobresaltada escuchando ruidos extraños. Nunca antes había temido dormir sola, pero entonces debió admitir que algo la inquietaba, que se sentía insegura. Por eso esa noche, antes de acostarse, intentó tener una charla con la mesa de luz, que terminó con un monólogo epistolar: Querida mesita de luz, espero que estés tan feliz como yo de que nos hayamos encontrado. Te busqué mucho tiempo, por tantos lugares, y cuando estaba desanimada, resignada a vivir sin vos, ahí te vi, muriendo de pie, plantada en tus cuatro patas raídas. Sentí que me mirabas, y que de alguna manera me pedías a gritos que te rescatara del destino de terminar hecha leña. Por eso me arrimé a tu lado y te llevé conmigo; porque supe enseguida que nos necesitábamos. Ya te dije que estoy feliz de tenerte acá conmigo, pero hay algo que no sabés. Tu presencia me da seguridad. Ahora que estás a mi lado me siento segura, y sé que esta noche dormiré profundamente por primera vez en meses. Te deseo que tengas felices sueños, y te pido que me protejas. Hasta mañana, querida mesita de luz.
Marcela sumergió la cabeza en la almohada, reconfortada por la suavidad de las sábanas. Se acurrucó, suspiró, y cerró los ojos sonriendo. Después de dar unas vueltas en la cama tuvo sed y se levantó a buscar algo fresco. Caminó en la oscuridad hasta la cocina, abrió la heladera, y llevó a la cama una lata de gaseosa. Apoyó la lata en la mesa de luz y sin querer salpicó el mármol. La mesa se estremeció y la madera crujió, como si hubiera reaccionado al contacto con la lata. Marcela no le dio importancia, porque sabía que todos los muebles se quejan tarde o temprano.
Se levantó renovada; las diez horas de sueño le hicieron bien. Corrió a la cocina y puso a calentar agua para el té. Después de desayunar, se duchó y se preparó para ir a la oficina. Como siempre, se le hizo tarde y salió a las apuradas, pero tuvo tiempo para despedirse de su mesa de luz. Pasó el día deseando regresar a casa para seguir con la restauración. Le dedicó varias horas, y ni siquiera interrumpió el trabajo para cenar. Antes de acostarse tuvo otra conversación con su mesa de luz: Hoy te extrañé. No sé qué me pasa. No me interesa otra cosa. Sólo pienso en vos; en curarte, y en lo buenas amigas que vamos a ser. Nunca me había sentido así. ¿Será amor?
Marcela se echó a reír. Rió a carcajadas, una risa histérica que fue interrumpida por la voz reverberante: “Sos una enferma”. Sí, Marcela sabía que no era normal hablar con un mueble, pero peor habría sido hablar sola. Ya no tenía que escuchar voces en su cabeza para sentirse acompañada; ahora tenía a su mesa de luz que la escuchaba y le respondía. La emoción la hizo llorar, y así se durmió, con la almohada húmeda y los ojos congestionados. No descansó como la noche anterior. Se despertó inquieta, después de soñar que llevaba por la calle a la mesa de luz, tomada de la mano como si fuera una nena. La mesa de luz caminaba y hablaba aunque no tenía boca para hablar, sujetaba una paleta de caramelo aunque no tenía manos, y sonreía de oreja a oreja aunque no tenía ni orejas ni sonrisa.
Los días fueron pasando, monótonos. La única ilusión de Marcela era añadir una nueva capa de cera a la mesa de luz, al menos una vez por semana. Se le había hecho costumbre, por no decir ritual, conversar con la mesa de luz antes de irse a dormir. Le contaba chismes de la oficina, le confiaba intimidades, y la invitaba a jugar con la computadora. A pesar de la seguridad que le proporcionaba la mesa de luz, a Marcela cada noche se le hacía más larga que la anterior. Despertaba transpirada, agitada, oyendo susurros. Tenía pesadillas, y una se hizo recurrente. Soñaba con un pirata tuerto, que tenía un garfio y una pata de palo. El personaje en sí no era para nada original, pero el sueño era sumamente vívido, tanto que Marcela escuchaba el pisotón de la pata de palo junto a su cama. A veces tenía la sensación de que el pirata estaba parado a su lado, observándola. Pensó que la cuestión de fondo era la soledad, que estaba necesitando un hombre, y que la pata de palo no era más que un símbolo fálico. El personaje la acosaba una y otra vez, y por más que Marcela se proponía controlar su inconciente, el pirata siempre volvía. Una noche estaba tan perturbada, que al despertar vio a la mesa de luz parada a los pies de la cama, observándola como lo hacía el pirata, zapateando como un cosaco. Zapateaba y zapateaba, rodeada de quesitos Adler bailarines, como en aquella publicidad que tanto le gustaba cuando era chica, donde los quesitos se movían al ritmo de la Rapsodia Sueca.
Después de esa aterradora noche, Marcela adquirió el hábito de tomar pastillas para dormir, todas las noches sin excepción. Así logró descansar y recuperar la energía. Su vida siguió con normalidad, hasta un sábado en que se dispuso a hacer una limpieza general. Le daba bastante pereza limpiar a fondo, pero sabía que era necesario. Cuando todo estuvo reluciente, se dedicó a la mesa de luz, y una vez más le habló con cariño maternal: "Te dejé para el último no porque no te quiera, sino porque lo mejor se guarda para el postre". Fue a buscar acaroína y una gamuza, y comenzó a lustrar el espejo. De pronto tuvo un impulso infantil y se puso a jugar a la madrastra de Blancanieves: “Espejito, espejito. ¿Quién en este reino es la más hermosa?”. El espejo le devolvió la imagen de un monstruo. El rostro era lívido como la mismísima muerte. Los dientes resaltaban por su tonalidad amarillenta, manchados de negro, carcomidos por la caries. El cabello era un ovillo de telarañas. Los ojos parecían de plástico, y Marcela descubrió que en una de las pupilas había un túnel. Sintió que los ojos la absorbían, y se dejó llevar por el túnel, hasta llegar a un laberinto subterráneo. Estaba oscuro, había olor a humedad, y brotaba agua de las paredes. Se perdió en el laberinto y sintió pánico por no poder salir. Gritó pidiendo auxilio, pero sólo se oía el tintinear del agua. Dio puñetazos en las paredes de barro, hasta que el estrépito de un cristal roto la abstrajo de ese lugar. Un dolor tajante atravesó su mano. El espejo se había hecho trizas, y había sangre por todos lados. El miedo por sufrir siete años de desgracia la paralizó. Mientras Marcela juntaba los vidrios, la mesa de luz se sacudía como si tuviera convulsiones. Marcela estaba aterrada, pero el miedo no la detuvo. El cajón estaba entreabierto y en su interior se veían pequeños trozos de espejo. Marcela introdujo la mano con suavidad para llegar hasta los lugares más recónditos, mientras le decía con dulzura a la mesa de luz: “Me parece que hoy estás un poquito quisquillosa”. El cajón se cerró violentamente, y Marcela se le lastimó la muñeca. Intentó sacar la mano, pero el cajón estaba atorado. Tanto esfuerzo hizo que logró abrirlo, pero antes de que alcanzara a sacar la mano se volvió a cerrar, esta vez con una fuerza descomunal. Sintió un adormecimiento en los dedos y un leve ardor. Se mareó, perdió el equilibrio, y cayó desmayada. Cuando reaccionó advirtió que tres de sus dedos habían sido amputados. Vio que mesa estaba inerte y parecía inofensiva, así que metió la mano en el cajón para sacar los dedos y correr al hospital a ver si se los podían implantar, pero el cajón estaba vacío. Buscó los dedos por todos lados pero nunca los encontró. Se envolvió la mano con un pañuelo y corrió a un dispensario, donde le administraron unos sedantes y la dejaron en observación. Le diagnosticaron un cuadro de stress y recién tres días después pudo regresar a casa.
Ni bien salió, pasó por la oficina para entregar un certificado que la eximía de trabajar durante un mes. Camino a casa no pudo evitar pensar en lo sucedido. El corazón le latía tan fuerte que la blusa se le movía. De haber tenido otro lugar a donde ir, jamás habría regresado al departamento, pero sin familia ni amigos no tuvo alternativa. Cuando entró no se atrevió a hablar con la mesa de luz. Con los ojos cerrados la levantó y la metió en la bañadera. Abrió la ducha y ahí la dejó. Luego se acostó y encendió la televisión. Se propuso no dormir, pero las drogas surtieron efecto y el sueño la venció. Marcela respiraba pesadamente cuando el canto del mármol se incrustó en su garganta, decapitándola. La sangre salpicó las paredes, tiñó las sábanas, y se derramó sobre el piso dibujando un charco indeleble.
Días después, el penetrante hedor y el permanente sonido de la ducha hicieron que un vecino llamara a la policía. Antes de abrir la puerta, la policía no dudó de las palabras del vecino. Había ruido en el baño, y el olor a jabón se mezclaba con el del cuerpo descompuesto. Al entrar vieron que la ducha estaba abierta, y que bajo el agua estaba la mesa de luz. Todavía brotaba sangre de la madera hinchada. Siguiendo el olor los policías llegaron al dormitorio. El hallazgo fue macabro. El cuerpo sin cabeza estaba tendido sobre la cama, rígido y adherido a la ropa. Los policías buscaron la cabeza exhaustivamente, pero no pudieron encontrarla, y llegaron a la conclusión de que el asesino se la habría llevado como trofeo. Lo único fuera de lo común que encontraron, fueron los tres dedos que Marcela había perdido. Estaban en el freezer. Una vez efectuadas las pericias, pidieron una ambulancia y trasladaron el cuerpo a la morgue. Poco antes de retirarse, un policía se asomó al balcón a fumar un cigarrillo y descubrió algo que en un principio no supo qué era. Ahí estaba la cabeza, clavada en un palo de escoba, rodeada de moscas y hormigas. El rictus se veía interrumpido por el suave balanceo de los gusanos. El policía observó la cabeza con asco durante unos segundos, y luego llamó a los paramédicos para que la ubicaran junto a los demás restos.
Antes de salir, el policía cerró la ducha y reparó en la mesa de luz. Era como la de suegra, la que había donado a Emaus, cosa que su esposa nunca le había perdonado. Pensó que si la acondicionaba y la llevaba a su casa, su esposa se pondría contenta y dejaría de hacerle reproches. Envolvió a la mesa en un toallón, y se la llevó bajo el brazo. La subió al auto y la colocó en el asiento de adelante. El patrullero arrancó, y en menos de una cuadra se incrustó contra un semáforo. El policía murió instantáneamente.
La mesa siguió pasando por diferentes manos, entre ellas las de un anticuario. Para catalogarla, el anticuario hizo un trabajo de investigación. Descubrió que los que habían sido dueños de la mesa de luz, no habían vivido más de una semana después de adquirila, y que habían fallecido en situaciones violentas o confusas. En los pocos días que el anticuario tuvo a la mesa de luz en su casa, se obsesionó con ella. Escribió una tesis donde reflejó su intención de destruirla, pero murió al caer por las escaleras antes de terminarla. Lo cierto es que cuando la tesis fue hallada, la mesa de luz ya no estaba en la casa del anticuario.

Prólogo


Historias Recicladas comienza con una colección de cuentos que escribí en diferentes etapas de mi vida; cuentos que fueron mutilados, injertados y vueltos a mutilar en reiteradas ocasiones. Pocas veces mis historias surgen de la inspiración; por lo general son producto de una catarsis, sublimación, o como quiera llamarse a esa transacción en la que canjeamos situaciones traumáticas por paz interior, por eso es conveniente darles un cierre y archivarlas. Abro este espacio con la intención de recuperar el hábito de la escritura, a fin saldar la deuda que tengo con estas historias. Ellas merecen una versión definitiva y no descansarán hasta tenerla.
Siempre dije que cuando fuera vieja, sería escritora; como si uno pudiera proponerse algo de un día para el otro, y lograrlo así nomás. Ahora que estoy más cerca de la vejez que de la juventud, comprendo que fui pretenciosa y soberbia. Hoy dejo fluir mis ideas y les doy forma con tanta claridad como me es posible. Me alegro cuando descubro algún pasaje interesante, pero me siento plena cuando los dedos se agitan frenéticos a medida que las palabras parecen escribirse por sí solas.
Quisiera que vengan historias nuevas, pero estoy anulada por mis actividades y preocupaciones. Quisiera tener talento para planificar un proyecto y llevarlo a cabo, pero llevo años estancada en la primera página de la biografía de mi bisabuela. Quisiera tener confianza en mí misma y no abandonar este blog a mitad de camino, porque sé que es una ventana en el túnel por donde deambulo. Por lo pronto me limito a compartir con vos estas letras que son pedazos de mi alma melancólica, piezas de un rompecabezas que todavía no logro armar, hijos que nunca tuve.
Te invito a que me acompañes en este tortuoso viaje cargado de ansiedad, angustia, y vacío; y que juntos encontremos la salida de este laberinto donde los fantasmas nos acorralan y nos señalan que sólo el miedo podrá salvarnos.