miércoles, 23 de abril de 2008

La noche iluminada


- ¡El cielo tiene luz papá! – Andrei estaba extasiado, y Nicolae se sintió feliz como nunca. – Llevame afuera papi. Quiero verlo bien.
Nicolae lo envolvió en una frazada, lo alzó y lo llevó al campo. El niño tenía razón. El cielo derrochaba luz, y los astros, que habían adquirido dimensiones desmesuradas, parecían haberse acercado a la Tierra. La luna se había teñido de un rojo anaranjado y los planetas podían verse al detalle: los anillos de Saturno, las lunas de Júpiter, los volcanes de Marte. La vecindad parecía hipnotizada; nadie hablaba, nadie se movía, y todos miraban al espacio. La quietud era comparable al instante que precede a una nevada. Todo era paz hasta que se lo escuchó a Andrei.
- ¡Mirá papá! ¡Allá está mamá! – gritó mientras levantaba su brazo derecho. Nicolae percibió cómo el cuerpo del niño tiritaba a medida que iba perdiendo temperatura. Lo abrazó con todas sus fuerzas para calentarlo. - ¿La ves papá? ¡Ahí viene!
Una constelación de estrellas fugaces se deslizó sobre ellos. Tenía forma de mujer y se destacaba de los demás astros por su resplandor y su tonalidad áurea. Nicolae se emocionó y no pudo contener el llanto.
- No llores papi ¿La ves? – insistió Andrei mientras le pasaba las manos por la cara para secarle las lágrimas – Viene a buscarme.
Nicolae apretó al niño contra su pecho como para retenerlo, pero a medida que la hoguera se extinguía Andrei se fue haciendo más pesado, y para cuando el fuego se hubo apagado el niño colgaba de los brazos de su padre como una rama seca.

martes, 22 de abril de 2008

Concerto grosso


Tras un breve intervalo, explotó la sinfonía "Los Adioses" de Haydn. Desde los primeros compases cautivó al público por su expresividad y refinamiento. El director no paraba de dar latigazos con su batuta, y su caballería polifónica marchaba al trote, pero en la recta final la tropilla se desbocó. Conforme a la tradición, en esta obra los músicos debían retirarse del escenario a medida que terminaban de interpretar su parte, pero había llegado el momento de llevar a cabo el plan que habían elaborado cuidadosamente. Fueron abandonando sus posiciones paulatinamente, pero en lugar de desaparecer tras las bambalinas, armaron una coreografía. Los portadores de instrumentos pequeños integraron dos rondas, una de cuerdas y otra de vientos, y giraban alrededor de sus compañeros de atril, daban saltos, movían el torso hacia atrás y hacia adelante, como bailando un carnavalito. Los violines y las violas empuñaban el arco y desarmaban pentagramas para hacer saetas con las que disparaban hacia la cúpula. Iban liderados por el Concertino, que serruchaba las cuerdas con frenesí. Apostados en el centro de la ronda, los contrabajos tocaban pizzicato y agitaban sus piernas como músicos de jazz, mientras que los cellos crepitaban como una orquesta típica. En la otra ronda, el piccolo era un sátiro que intentaba atrapar a la flauta dulce y a la traversa. Estos instrumentos con poderes sobrenaturales, capaces de encantar serpientes y exterminar ratones, se unieron en torno a los fagots, a los oboes y a los clarinetes. La tuba hostigaba al piccolo, le bramaba al oído y lo hacía saltar como un sapo. En medio de esa persecución los vientos soplaban cerbatanas melódicas, parodiando a las cuerdas y sus poderosas flechas. El sonido rebotaba contra los frescos de Soldi, que parecían atrapar puñados de música y arrojárselos unos a otros, como en una guerra de nieve.

miércoles, 2 de abril de 2008

Escrito en la Chacarita

Ayer hubo otra tormenta de verano, pero no la detuvo. A la tardecita la vi entrar al cementerio. Estuvo ahí un rato largo y después volvió a su casa. Entró por el pasillo, y fue directamente al escritorio. Sacó un papel y escribió algo. Pensé que encendería la televisión, o que comería algo, pero se puso el abrigo y salió por la puerta del frente. Aproveché la oportunidad y sin vacilar entré por la ventana. Me acerqué al escritorio y tomé la carta. Estaba empapado y humedecí un poco el papel, pero la tinta no llegó a borronearse. Acerqué el sobre a la lámpara y leí el nombre del destinatario: Miguel García. El sobre estaba abierto, y adentro había una llave y una nota: "Hoy parecía débil. Debe ser por los sedantes. Igual lo mediqué."

El gato del hijo del forense


Abrió la puerta del dormitorio. Todo era rojo, y tenía ese olor característico que a él tanto le gustaba. El techo temblaba, y se percibía un sonido a líquido en ebullición, como si un río corriera por los ductos de la calefacción. Decidió subir al desván e investigar qué estaba sucediendo. Tan pronto giró el picaporte, un remolino de sangre lo empujó contra la ventana. Vio con horror a su gato enganchado en el postigo, con el corazón abierto. En un intento por rescatar al gato se asomó a la ventana y resbaló. Alcanzó a sujetarse de la cortina, y apoyándose en la cornisa logró acercarse al gato. Pero cuando estaba a punto de atraparlo, volvió a resbalar y cayó a la calle, donde estaba estacionado su descapotable. Su cuerpo terminó en el asiento del conductor, y sus piernas impactaron contra los pedales. De alguna manera el auto arrancó, avanzó unos metros, y chocó al patrullero. Un policía que pasaba por ahí, lo confundió con un delincuente y le disparó. Después de un día tan ajetreado, el hijo del forense había muerto.