miércoles, 22 de diciembre de 2010

Un cuento de Navidad

Cherry ripe,
cherry ripe,
Ripe I cry,
Full and fair ones
Come and buy

Robert Herrick





Era víspera de Navidad. Juana ayudó a su mamá en la cocina, hizo las camas, y llenó los floreros con margaritas. No tenían árbol de Navidad, pero siempre había regalos para todos. En noviembre, antes de que aumentaran los precios, los padres iban al pueblo y compraban bombachas rosas para las nenas y medias para los nenes. Entre los hermanitos se las ingeniaban para armar una tarjeta o un adorno, con cosas que en otras casas se tiraban a la basura. Todos esperaban la Nochebuena con emoción. Los más grandes ayudaron a carnear un lechón. Los más chicos jugaron a amasar, mientras la mamá cocinaba un pan dulce. Sólo faltaban las cerezas para decorar la torta.
Juana fue al bosque con sus hermanos. No era época de recolección, sin embargo llenaron varias cestas. De regreso a casa se cruzaron con un hombre que no conocían. El hombre les dijo que si vendían las cerezas harían buen dinero. Entusiasmados, los chicos se apuraron para llegar al pueblo cuanto antes. Se sentaron en la puerta de la iglesia a ofrecer “cerezas maduras”, y casi llenaron una cesta con monedas y algún que otro billete. Camino a la tienda decidieron comprar un delantal con flores bordadas para su mamá, y un pantalón con muchos bolsillos para su papá.
El sol los engañó. Cerca del polo oscurece muy tarde. La tienda ya estaba cerrada. Debían ser más de las nueve. Los más chiquitos se pusieron a llorar. Habían imaginado la alegría en las caras de sus padres y ahora llegarían con las manos vacías. Juana puso orden. Les darían el dinero y sus padres lo gastarían en lo que ellos quisieran. Y si no irían todos juntos a la tienda y su mamá elegiría el delantal que más le gustase, y su papá haría lo mismo con el pantalón. Ahora lo más importante era llegar rápido a casa. El lechón debía estar en la mesa. Si no llegaban a tiempo para comer, sus padres se pondrían muy tristes.
A mitad de camino se hizo de noche. A lo lejos se oía el aullido de lobos. Los chicos iban temblando, pero no se detuvieron. Entre los árboles unas luces se agitaron. Alguien gritó. Eran sus padres. Venían acompañados por varios vecinos. Habían salido a buscarlos. El padre los reprendió, y a cada uno le dio un castigo diferente. Regresaron en silencio. Ni siquiera los más chiquitos se atrevieron a llorar. Para la madre, una torta de cerezas sin cerezas, no servía para nada. Siempre habían sido felices con lo que había en casa, fuera mucho o fuera poco. Ese dinero sólo había traído desgracia; una Navidad malograda. Al día siguiente volverían a la iglesia y lo repartirían entre los pobres.



jueves, 9 de diciembre de 2010

Confluencias


Anoche, en un espacio virtual, tuve un encuentro virtual, con un amigo virtual. Fue una experiencia muy agradable. Me dormí pensando en cómo los caminos, algunos largos, otros cortos, a veces bifurcados, confluyen en una encrucijada.

Hoy, en un espacio real e insólito, tuve un encuentro real e insólito, con alguien real cuya presencia resulto insólita. Fue una de las situaciones más bizarras que he vivido. Alguien tocó el timbre. Era para mi vecina. "No, equivocado", respondí. Un segundo después le tocaron el timbre a ella. Yo estaba despabilándome, escuchando música, y colgando links desde Youtube a FB. Desde la cocina de mi vecina, que está pegada a mi comedor, se oía una voz masculina y entusiasta que comentaba sus andanzas en noches de libertinaje. Mis castos oídos no quisieron escuchar, así que me puse los auriculares. Con la música a todo volumen ni siquiera podía oir el eterno maullido de Bastet. De repente veo que los gatos, que estaban tirados al lado de la ventana tomando fresco, salen corriendo con cara de asustados. (Sí, los gatos también gesticulan). Me saco los auriculares y escucho que mi vecina grita "dejá de tirar agua". Me asomo y miro para el piso de arriba, porque ya sé que cuando no tiran fósforos encendidos, dejan caer pedazos de comida, o nos pulverizan insecticida. El borde de la ventana estaba mojado y chorreaba agua jabonosa, como si hubieran volcado hacia afuera un balde o una palangana. Debería agradecerles la puntería, ya que el agua cayó sobre mi split y le dio un enjuague que le debía hace rato. Acá comienza una conversación de comedor a cocina y viceversa, yo asomada a la ventana y ellos hablando desde adentro:

ella: pará de tirar agua

yo: ¿qué pasó? me mojaron a los gatos

ella: están tirando agua

yo: ¿por qué no se dejan de joder?

él: está ahí hablando, qué caradura

ella: no, no es ella. son los de arriba. debe ser el marido

yo: hay que ser pelotudo para tirar agua por la ventana

él: ay querida, que boquita

yo: bueno, a mí que me importa. siempre tiran algo

ella: sí, a mí siempre me tiran comida

yo: y a mí insecticida. a mí y a mis gatos. hay que ser pelotudo

él: ¿con esa boquita decís te quiero?

yo: no, con esta boquita digo: te odio. yo no quiero a nadie.

ella: (se asoma por la ventana y saluda) hola

yo: (tratando de taparme) hola. estoy en camisón


Entonces se asoma él. Y acá está la confluencia.


yo: ¿qué hacés ahí?

él: yo la vengo a atender a ella. ¿y vos que hacés ahí?

yo: yo vivo acá.

él: (dirigiéndose a ella y haciendo referencia hacia mi persona) el otro día le corté el pelo

yo: (acomodándome el pelo que no me había peinado aún) viste, todavía se la banca. está bueno el corte.

él: pero qué casualidad

yo: pero qué casualidad

él: ¿de qué departamento son? yo te juro que voy y los trompeo

ella: están justo acá arriba

yo: mejor no vayas. es gente medio rara...

él: bueno, voy a seguir con ella

yo: y yo voy a secar el piso

Anoche me dormí pensando. Hoy de tanto pensar no voy a poder dormir. Sé que habrá más confluencias. Eso me asusta. Quién sabe con quién me encuentre la próxima vez. Como decíamos el otro día en la oficina: uno nunca sabe con quién se puede cruzar.





miércoles, 8 de diciembre de 2010

Ciclos



Ella lo conocía de antes. Lo había visto de lejos. Volaba a Montevideo y un avión pasó tan cerca que vio las caras de la gente en las ventanillas. El no le creyó. Esas cosas sólo ocurren en los sueños. Ella le había visto la salamandra tatuada en el hombro. El admitió viajar al Uruguay con frecuencia, pero negó lo del tatuaje. Ella insistió. Él no la contradijo, aunque siguió pensando lo mismo. La relación duró varios orgasmos y luego se diluyó.
Muchos años después, él regresaba a Buenos Aires. Un avión pasó tan cerca que vio a la gente tras las ventanillas. Una mujer lo saludó con la mano. Tenía la cara redonda y surcada de arrugas. La reconoció por los ojos soñadores. Era tan real... Se pellizcó para ver si estaba despierto. El dolor le dio la razón. Acomodó la almohada y cerró los ojos. De pronto sintió un ardor en el hombro. El olor a carne quemada se filtró a través de la camisa. Y a pesar de todo, el siguió pensando lo mismo.



jueves, 2 de diciembre de 2010

De fuchurrunchinos y de pericotes



Estaban dos pericotes en la chanchulería comiendo guiso de agasajarnia con ajacacharras. A un costado un pesciforme se bandoneaba con las jarrinas al viento. Un fuchurrunchino se metió en el medio y con su espanciforme los desparranchó. Una gota de plagamarsa cayó de una marracachata y los pericotes salieron pincunciliando. Pasó un largo rato hasta que el fuchurrunchino se atrevió a pernigar las ajacacharras. Eran unas ajacacharras muy estribalentes. Para algunos pequetremientes esas ajacacharras eran impernigables; más feas que la puchurruclita.
Pero hubo un pericote que se atrevió a pernigarlas, y lo hizo con clase. Este pericote venía de Practalamia y conocía muy bien a las ajacacharras, tal vez porque era adicto a la agasajarnia. Pero no todo es color de chirimbote. Cuando parecía que las cosas se habían chiripleteado llegó la cocochiluna del fuchurrunchino. Era bastante achaflada. Tenía las piernas cuniformosas y los ojos del color del echenestuno.
Por cierto, el echenestuno era la flor preferida de los pericotes. Por eso en la chanchulería había varias precingentas con tierra llenas de santoritrípidos, chucupirrotes y por supuesto echenestunos. Dicen que por un gualicho, cuando los pericotes veían a la cocochiluna del fuchurrunchino, caían acachilados como pequetremientes. Sin embargo, aunque ella había apigoreteado con varios pericotes, ninguno era capaz de hacerla amontañear como lo hacía su cocochiluno.