Robert Herrick
Juana fue al bosque con sus hermanos. No era época de recolección, sin embargo llenaron varias cestas. De regreso a casa se cruzaron con un hombre que no conocían. El hombre les dijo que si vendían las cerezas harían buen dinero. Entusiasmados, los chicos se apuraron para llegar al pueblo cuanto antes. Se sentaron en la puerta de la iglesia a ofrecer “cerezas maduras”, y casi llenaron una cesta con monedas y algún que otro billete. Camino a la tienda decidieron comprar un delantal con flores bordadas para su mamá, y un pantalón con muchos bolsillos para su papá.
El sol los engañó. Cerca del polo oscurece muy tarde. La tienda ya estaba cerrada. Debían ser más de las nueve. Los más chiquitos se pusieron a llorar. Habían imaginado la alegría en las caras de sus padres y ahora llegarían con las manos vacías. Juana puso orden. Les darían el dinero y sus padres lo gastarían en lo que ellos quisieran. Y si no irían todos juntos a la tienda y su mamá elegiría el delantal que más le gustase, y su papá haría lo mismo con el pantalón. Ahora lo más importante era llegar rápido a casa. El lechón debía estar en la mesa. Si no llegaban a tiempo para comer, sus padres se pondrían muy tristes.
A mitad de camino se hizo de noche. A lo lejos se oía el aullido de lobos. Los chicos iban temblando, pero no se detuvieron. Entre los árboles unas luces se agitaron. Alguien gritó. Eran sus padres. Venían acompañados por varios vecinos. Habían salido a buscarlos. El padre los reprendió, y a cada uno le dio un castigo diferente. Regresaron en silencio. Ni siquiera los más chiquitos se atrevieron a llorar. Para la madre, una torta de cerezas sin cerezas, no servía para nada. Siempre habían sido felices con lo que había en casa, fuera mucho o fuera poco. Ese dinero sólo había traído desgracia; una Navidad malograda. Al día siguiente volverían a la iglesia y lo repartirían entre los pobres.