viernes, 23 de septiembre de 2011

Alphaville







En Tokio es un sábado de esos en que el calor de la mañana anticipa una tarde agobiante. Sentada a la sombra de un cerezo, Aiko escribe una tesina sobre Jean-Luc Godard. Fue la primera en llegar al parque. Después de varias páginas y mucho transpirar, en su botella de agua no queda ni una gota. Tarde o temprano tendrá que cruzar hasta el kiosko. La inquieta la idea de perder su ubicación privilegiada. No obstante, sigue escribiendo.
En Buenos Aires el viernes está por terminar. Gastón deja un jarro de café sobre la mesa y se recuesta en el sofá. En un rato llegarán sus amigos para la previa. Con los v
idrios empañados por el vapor de la ducha, el calor de la estufa, y el humeante ectoplasma del café, cae en un estado de absoluto sopor y se queda dormido escuchando Big in Japan.
En Tokio es lunes. Aiko está a punto de salir. Mientras se peina, canta una canción que están pasando en la radio y ensaya gestos frente al espejo emulando a una estrella de rock. Sólo resta ponerse perfume y estará lista. Con las llaves en la mano y la cartera al hombro se resuelve a apagar la radio pero no encuentra el control. En el ínterin suena Forever Young. Mira la hora en su Blackberry. Espera a que la canción termine y se va.
En Buenos Aires Gastón acaba de despertarse. Tiene el estómago revuelto y le pesan los ojos. Se moja la cabeza con agua fría. Está desnudo y de pronto siente el invierno en los huesos. Va a la cocina y toma un vaso de leche tibia. Después de un baño de inmersión se recompone. Alguien le prestó una vieja película francesa de ciencia ficción. Gastón se recuesta en el sofá y e
nciende el DVD. A partir de ahora, todo es posible.














lunes, 5 de septiembre de 2011

25x4 puede ser demasiado



De todas las cosas que me ha tocado sufrir, esta anécdota es la que me deja el recuerdo más ingrato. Yo estaba en mi habitación, tirado en la cama con una lapicera en la mano y un cigarrillo en la otra. Trabajaba en una nueva novela cuando todo comenzó. Creo que olvidé que era mi cumpleaños. Tal vez quisieron darme una sorpresa, o tal vez yo mismo organicé todo y hasta el día de hoy no puedo recordarlo. La cuestión es que oí ruidos y bajé a ver qué pasaba. Los invitados habían invadido hasta el último rincón del living. No era la primera vez que la casa se llenaba de gente. En el jardín un barman preparaba los tragos más exóticos. Yo estaba de entrecasa, y me dio un poco de vergüenza que la gente me viera así. Subí a ponerme algo más elegante. Mis amigos más íntimos me escoltaron hasta la habitación. Mientras revolvía el placard escudriñaron mis escritos. Les pedí por favor que no tocaran nada, pero se repartieron las hojas y las leyeron a los gritos. Parecían empeñados en irritarme. Me puse unos vaqueros de botamanga angosta y una remera que nunca había usado. Cuando uno está molesto hace cosas impensadas. Esa remera me la había regalado mi ex, que en entonces era la novia de mi mejor amigo. Sé que vestirme así fue un acto provocativo. Ella estaba en el living y me vería y recordaríamos viejos tiempos mientras Juan observaba. Si no pedí disculpas fue porque ni siquiera me animé a intentarlo. Con total desparpajo me senté junto a ella. Me acarició la cara, me dio un beso sonoro en la mejilla y me preguntó por qué siempre andaba con el ánímo por el suelo. No supe qué responder. Sólo me perdí en su mirada y sentí como mi pene comenzaba erguirse. En mi cabeza se instaló un pensamiento absurdo: si pongo el karaoke y le canto esa canción que tanto le gusta, tal vez en unos pocos minutos tenga la suerte de llevarla a la cama. De pronto ella se levantó. Dijo que iba a buscar a Juan, y a mí se me hizo un nudo en el estómago. Lo mejor habría sido dar una vuelta de página, pero no pude.
Me quedé ahí sentado, contemplando absorto como se alejaba. Me sacudí el pelo, me arreglé el bigote, me soné los huesos, pero no había forma de disimular mi malestar. Les dije que era por la primavera, el polen, las alergias… Hice chistes tontos, como decir que sintético es el que no tiene tetas, y otras cosas más grotescas que no me atrevo a repetir. Estaba tan excitado que hablaba con doble sentido. Bebí sin parar y fumé hasta los sahumerios. Siempre dije que los hombres que lloran por una mujer son maricones, pero de pronto mis ojos de derritieron como plástico caliente. Alguien llamó a la puerta. Me oí decir: la casa se reserva el derecho de admisión y permanencia. Recuerdo voces de chicos. Por aquéllos días se llevaban a cabo las campañas preelectorales. Era común que los jóvenes salieran a la calle a divulgar sus ideas. Pero estos chicos hablaban de cultivos, de plantas que crecían en el armario. Uno tenía un sombrero de copa y un frasco de melaza en la mano; o eso decía la etiqueta. En otro tiempo yo era mucho más liberal que ahora. Si alguien se drogaba con lo que se le daba la gana, no era asunto mío, y no importaba si lo hacía en la calle o en mi propia casa. Así terminé envuelto en asuntos turbios, intervinieron jueces de oficio y hasta el cuerpo de reconocimiento registró mi jardín el día después de la fiesta. ¿A quién le gustaría terminar su cumpleaños con un muerto en el fondo de su casa? Lo cierto es que aunque volvamos atrás, todo se repetiría. Y no hay morfina que calme este dolor, ni que aquiete esta angustia. Si Dios anda silbando nuestros nombres, tarde o temprano nos alcanzará.
Mi mayor error fue tratar de entender algo que estaba impuesto desde el principio. Nunca le dimos importancia a las cosas simples. Íbamos por la vida como bólidos, con nuestros pasos pesados y las cabezas voladas. Nunca se debatió sobre nada; siempre hicimos lo que se nos dio la gana. La ciudad nos quedaba chica. A donde íbamos nos encontrábamos con alguien conocido. Nos divertíamos con toda clase de excesos: drogas peligrosas, sexo desenfrenado, asaltos a personas indefensas. Las calles reconocían nuestras pisadas, y una noche el Obelisco murmuró nuestros nombres. Lo teníamos todo. Hasta que una tarde dos amigos cayeron presos y decidí abrirme. Con la luz apagada, toda clase de imágenes pasaron por mi cabeza. Algunas eran tan extravagantes que comencé a anotarlas. Así como alguien calculó con absoluta precisión el momento de lanzar una bomba, así tuve la certeza de que sería un gran escritor. Con las mandíbulas apretadas por el miedo me senté frente a escribir, hasta que los dedos se me llenaron de úlceras. Era como si estuviera poseído, como si alguien que no era yo se expresara a través de mi cuerpo. Ahora tenía una misión que parecía inalcanzable. Una mujer está acostumbrada a ser sumisa, pero para un hombre la disciplina es algo tan etéreo como la visión del crepúsculo. Mi cabeza volvió a empezar, una y otra vez. Desde temprana edad mis tendencias se inclinaban a valorar el trabajo de los otros, y a desdeñar el propio. Finalmente había llegado mi momento.
Desde que me encerré en la habitación, todo lo que ocurría afuera me pasaba de largo. Si alguien me pregunta por qué me permití volver a descontrolar mi vida aquélla noche de cumpleaños, no sabría qué responder. No alcanza con una fábrica de excusas para pedir perdón. Sobre todo cuando el muerto es Juan. Y aunque se caratuló el hecho como muerte dudosa, yo no puedo dejar de preguntarme quién lo asesinó. Recuerdo las corridas por el techo. El grito agónico que se oyó como un latigazo. La policía entró sin llamar. Hace rato que el gobierno dejó de garantizar la privacidad. No pudimos hacer nada. Entraron como ganado, apuntando con las ametralladoras como si fuéramos delincuentes. Todo fue una sucia trampa. Sé que la señora de al lado siempre me tuvo bronca. Todo porque quiso estar conmigo y no le dí cabida. Cuando era chico esa mujer era el centro de atención, pero ahora ni siquiera sirve para centro de mesa. Esa pervertida, madre y abuela, lleva jóvenes a su casa; menores de edad. Estoy seguro de que esa noche estuvo en mi casa, pero no puedo probarlo. Ni siquiera recuerdo haberla visto, pero sé que estuvo ahí. Días atrás había armado una polémica porque no podía devolverme unos dólares que le había prestado para que arreglara la humedad de la medianera. Dio vuelta las cosas. Dijo que la humedad era mía y que le había hecho pagar el arreglo. El tiempo le arrancó las mentiras de los labios. Yo le había sugerido llegar a un acuerdo, pero ella chillaba como una chancha parturienta. Todo quedó en la nada, hasta aquella noche fatal, en la que comprendí que si un hombre no es agudo, puede ser grave.




Acá van las veinticinco palabras por párrafo, tomadas de cuatro libros diferentes y respetando el orden:


Paul Auster - La trilogía de Nueva York
Cosas - ingrato - habitación - trabajaba - comenzó - creo - invitados - vez - barman - ponerme - empeñados - vaqueros - está - porque - intentarlo - junto - preguntó -suelo - erguirse - pensamiento - canto - minutos - tenga - estómago - página


William S. Burroughs - El almuerzo desnudo
Arreglé - primavera - chistes - sintético - tetas - sentido - maricones - plástico - permanencia - chicos - preelectorales - cultivos - armario - sombrero - melaza - tiempo - liberal - asuntos - intervinieron - cuerpo - reconocimiento - gustaría - volvamos - morfina -silbando

Norman Mailer - Los desnudos y los muertos
Error - entender - impuesto - importancia - íbamos - pesados - debatió - ciudad - murmuró - cayeron - apagada - calculó - mandíbulas - miedo - úlceras - misión - acostumbrada - hombre - visión -crepúsculo - volvió - empezar - temprana - inclinaban - momento

John Kennedy Toole - La conjura de los necios
Ocurría - pregunta - fábrica - muerto - dudosa - techo - oyó - policía - gobierno - ganado - trampa - señora - centro - pervertida - madre - jóvenes - polémica - dólares - tiempo - arrancó - labios - sugerido - chillaba - hombre - grave