sábado, 23 de mayo de 2009

Sin título


Antonin abrió el negocio, salió, y cerró con llave, sin siquiera poner un cartel en la puerta. En la calle había poca gente, y el ruido de persianas rompió el silencio. Todavía los comercios no habían despertado, y Antonin, que no quería hablar con nadie, se apuró para evitar a los clientes madrugadores. Todo iba bien, hasta que vio que un vecino caminaba hacia él. Quiso eludirlo, pero no hacía a tiempo a cruzar la calle. Se levantó la solapa del sobretodo, se tapó la cara con la bufanda, y lo espió con la mirada escondida bajo el ala del sombrero. A pesar de todo no pudo esquivarle el saludo.
- Hola Antonín – dijo el vecino.
- Hola Franz.
- ¿No abrís hoy?

Al igual que Antonin, Franz era un hombre reservado, por eso se llevaban bien. A veces Franz entraba a la joyería, Antonin lo invitaba con una copa, y se quedaban un rato charlando.
- Sí, ya vengo – respondió Antonin frotándose el ojo.
- ¿Todo bien?
- Sí, todo bien por suerte.
Franz no le creyó. En la Callejuela del Oro había mucha competencia. Cerrar el negocio implicaba perder clientes, por eso Antonin abría la puerta aunque estuviera enfermo. Algo importante debía estar pasando para que Antonin saliera a esa hora, pero Franz no se atrevió a preguntar.
- Te noto algo demacrado – dijo Franz.

- No pasé buena noche.
- ¿Comiste demasiado?
Antonin levantó la vista y se encontró con una imagen escalofriante. La película que vivía en su ojo, se proyectaba en la cara de Franz. Cerró el ojo bueno, entonces Franz desapareció. Se frotó los párpados y comenzó a hacer guiños con movimientos frenéticos, hasta que Franz lo detuvo.
- ¿Qué pasa Antonin? ¿Qué tenés?
- No sé. Ayer pasó algo raro.
- ¿Qué pasó? – dijo Franz mientas lo observaba perplejo.
Antonin necesitaba desahogarse, pero sabía que
si decía la verdad, Franz no le creería. Decidió que lo mejor sería inventar una verdad a medias.
- Me trajeron un anillo a tasar – respondió -, y cuando revisaba la piedra sentí una molestia en el ojo. Desde entonces veo manchas.
- Deberías ver a un doctor.
- Pero yo veo manchas.
De primer momento Franz interpretó la respuesta como una burla, pero inmediatamente descartó la idea. Antonin era un hombre respetuoso y respetable; jamás actuaría así.
- Antonin, qué pasa. Digo que deberías hacerte ver por un médico.
- Ah, entendí otra cosa - dijo Antonin mientras se alejaba lentamente. - Ahora voy a la farmacia.
- Me parece que ese ajenjo que nos vendió Nicolae te hizo
mal.
Antonin recordó que había estado bebiendo unas copas con Franz antes de que el hombre del anillo entrara al negocio. No había sufrido ningún malestar, y estaba seguro de que la pesadilla había comenzado cuando examinó el anillo. Pero ahora Franz lo hacía dudar, y temió que su sufrimiento fuera a causa del ajenjo.
- ¿Por qué decís lo del ajenjo?

- Mirá, yo esta mañana me levanté creyendo que era una cucaracha.
- Eso sí que es raro – respondió Antonin mientras se alejaba lentamente, – pero con la imaginación que tenés no sé por qué le echás la culpa al ajenjo.





jueves, 14 de mayo de 2009

La foto


Te veo. Tu imagen se pierde en el túnel de mis ojos esmerilados por el llanto. Caminás por el borde de un lago que nació de mis lágrimas, y aunque te deslizás haciendo equilibrio, sé que tarde o temprano caerás.
Tu imagen se duplica en el espejo de agua, y no sé quién sos. Nunca pude distinguir entre vos y el personaje.
En la niebla se perfila la silueta de un cisne. Sé que creés que es Odette. Sé que vas a arrojarte al lago, porque es la única manera de estar con ella.
Morirás por un amor onírico. Caerás al lago, pero no florecerás. Sólo quedarán tus despojos disecados por la sal de mis lágrimas.


lunes, 11 de mayo de 2009

De Xenartros Capítulo X


Había llegado la hora de tomar una determinación. Necesitaba desaparecer de este mundo y descansar en paz. En el Puente de Carlos existía un lugar mágico, desde donde San Juan Nepomuceno había sido arrojado al agua. Ahí había una cruz con cinco estrellas. Antoinette tendría que apoyar su mano, de modo que cada uno de sus dedos tocasen una estrella, y pedir un deseo; entonces el deseo se cumpliría.
Resuelta a terminar con su vida, subió al puente. Había personas de aspecto extraño que se desplazaban con movimientos bruscos, y que tenían la piel del color del bronce oxidado. Antoinette sabía que el puente estaba custodiado por estatuas de santos, que según la leyenda, cuando no había gente bajaban de sus pedestales y mantenían conversaciones. No le costó integrarse al grupo. La recibieron con entusiasmo, y cuando les comentó el motivo de su visita, la miraron con ternura.
Estaba aclarando. Un destello tenue y rojizo anunciaba el comienzo de un nuevo día, que sería gris y fugaz. El río era un espejo plateado, y la corriente desdibujaba árboles y cisnes. El agua de la orilla se entregaba al movimiento propuesto por una noria, y Antoinette pensó en Versailles y en su granja. En la otra orilla divisó una orquesta de cuerdas que interpretaban "El Moldava", una pieza dulce y sobrecogedora, que Antoinette nunca había escuchado. La música la ayudó a encontrar la serenidad que necesitaba para enfrentarse con la muerte. Aunque había muerto antes, sintió miedo. Pensó en Viena, en su pedido secreto, e invocó a San Antonio. Él también estaba en el puente, junto a los demás santos, para acompañarla hasta el final. Se acercó a la estatua y le habló al oído con un hilo de voz. Derramó una lágrima. Apretó los puños y los dientes. Respiró hondo, y saltó.
El estrépito que produjo el cuerpo al chocar contra el agua asustó a unos patos, que volaron en bandada a refugiarse en una de las torres. Los músicos siguieron tocando. Antoinette sintió el agua helada penetrar sus pulmones esponjosos. Entre burbujas y chapaleos, se hundió hasta chocar contra el lecho del río. Fantasmas recién llegados se acercaron al puente para despedirla. Algunos llevaban antorchas, otros rezaban, y otros permanecían en silencio. Muchos de ellos caminaban sobre las aguas, junto al borboteo que producía el cuerpo hundido, mientras que otros sobrevolaban la superficie siguiendo el ritmo de la música. Algunos se sumergieron para acompañarla hasta el último momento. Antoinette regresó a la superficie dos o tres veces. El Señor Xenartro luchaba por sobrevivir, pero con una fuerza inusitada Antoinette se arrancó la cabeza, que fue arrastrada por la corriente y golpeada contra las piedras hasta quedar irreconocible. El cuerpo, hinchado y azul, salió a flote una última vez y quedó enganchado en una rama. Sólo con la llegada del verano el hedor haría que lo descubrieran, pero a nadie le importaría identificarlo. De esta manera, la segunda muerte de Antoinette, y la primera del Sr. Xenartro, pasarían inadvertidas.

domingo, 10 de mayo de 2009

De Xenartros Capítulo X


En Praga hacía demasiado frío como para que Antoinette pudiera lucir sus escotes. Con o sin ellos le era imposible conseguir clientes. La competencia era devastadora, y la única manera de obtener dinero sería robando o mendigando, pero una reina no haría ninguna de las dos cosas. Tampoco se atrevería a pedir: nunca antes lo había hecho, y su orgullo era más fuerte que su necesidad.
Jamás había estado en Praga, y le gustó vagar por sus callejuelas adoquinadas, pero el Señor Xenartro no daba tregua y seguía reclamando atención. Para complacerlo, se refugió en la catedral de San Vito, y ahí pasó unos días, inmóvil y sin comer, desafiando a la suerte.
Despertó de madrugada, famélica y con los dedos ateridos por el frío. Todavía era de noche cuando se arrimó al Moldava. Arrancó unos yuyos. Enjuagó las raíces en el agua helada y se las llevó a la boca. Luchando contra las náuseas, apenas alcanzó a tragar un puñado. Vio su horrible cabeza reflejada en el río, su gesto estúpido, su vestido hecho jirones. Una gota se estrelló contra la superficie desdibujando la imagen monstruosa. Antoinette hizo un cuenco con las manos, juntó un poco de agua, y se mojó la cara para disimular el llanto.