viernes, 28 de mayo de 2010

La leyenda de La Cachonda





Si en una noche sin luna vas bordeando la acequia y oís un gemido, no levantes la vista; podría ser La Cachonda. Si una mañana de sol vas caminando por el desierto, y aunque no hay viento las plantas rodadoras comienzan a volar, y aunque no llueve de los cardones caen gotas de agua, y aunque el calor es insoportable, una corriente helada te atraviesa, no te detengas; La Cachonda podría estar al acecho.
La Cachonda aparece cuando el cielo es límpido y cuando las aguas refrescan las piedras. Los que lograron escapar a su hechizo dicen haberla visto volando en un menhir. Si ignorás las advertencias, si te la das de valiente y querés desafiarla, seguramente La Cachonda te buscará; y te encontrará. Y si tenés la suerte de que todavía no se haya bajado de su menhir, apurate a acostarte en el suelo boca abajo y en forma de cruz; ésto la espantará.
La Cachonda suele atacar a hombres jóvenes con las hormonas en cortocircuito. Sin embargo se conocen casos de hombres de edad madura y hasta de ancianos que han sido sus víctimas. En cuanto La Cachonda percibe los efluvios de la testosterona, se te mete en los pantalones y poco a poco te devora hasta reducirte a un puñado de huesos.
Cuenta la leyenda que cuando un cacique y su esposa intentaban engendrar a su primogénito, fueron asaltados por un grupo de colonos. Con ayuda del ejército, los colonos esperaron a que oscureciera y se internaron en el campamento. Mientras los indios dormían, los mataron a sangre fría para luego apropiarse de las tierras y establecerse en el lugar.
Los únicos que estaban despiertos eran el cacique y su esposa, que fueron separados violentamente en pleno acto sexual. El cacique fue brutalmente asesinado, pero su esposa logró escapar. La mujer permaneció oculta detrás de un menhir que emulaba el miembro viril del cacique. Poco después los colonos acarrearon los cadáveres y la caravana se perdió en un sendero.
Poseída por la lujuria, angustiada por la muerte de su tribu, y desesperada por haber perdido a su esposo, la mujer se dejó llevar por sus irrefrenables deseos. Completó el acto junto al menhir, invocando la simiente de su esposo. Pero el menhir no eyaculó, y la mujer no quedó ni embarazada, ni satisfecha. Vagó por el desierto, dando aullidos de placer y lamentándose por el coito interruptus, hasta que su corazón estalló. Su pesar fue tan grande que su espíritu no encontró descanso. Así nació La Cachonda.
Ahora que conocés la historia, por tu bien espero que tomes en serio mis advertencias. Todo lo que te dije es verdad. Si no me creés, preguntales a los más viejos. Te van a contar historias que te van a poner la piel de gallina. Y si no les creés, andá al desierto y esperala. Y si no podés verla, puede que esté escondida en tus pantalones. No lo olvides: La Cachonda no perdona.



Dedicado a Gerardo Díaz Amaya



viernes, 7 de mayo de 2010

Vulnerable



Tras las rejas entramadas del ascensor antiguo, se sintió a salvo. Bajó en puntas de pie y caminó en dirección a su departamento, al fondo del pasillo. La puerta de calle se cerró con un estruendo. Todavía estaba alterada, y el ruido la sacudió. El llavero resbaló de entre sus dedos húmedos. El viento agitaba una banderola. Su música metálica vibraba en el silencio de la madrugada. Se agachó para recoger el llavero. Desde arriba, alguien llamó al ascensor. El mecanismo retumbó como un tiro de escopeta y reverberó a lo largo del pasillo. El ascensor desapareció, llevándose las tulipas de alabastro con su luz mortecina. Bajo el tenue resplandor, sombras fantasmagóricas se deslizaron por las paredes de piedra París, hasta que todo fue oscuridad. Unos pasos treparon por la escalera de mármol de Carrara. Ella se arrojó contra la pared y tanteó en la penumbra hasta encontrar la llave de luz. Del otro lado de la puerta su perro ladraba y rascaba con las pezuñas. Imaginó la sonrisa canina, la cola agitándose, y los ojos de la mirada más dulce. Los pasos se internaron en el pasillo. Ella corrió. No le importó taconear. Con la mano temblorosa, insertó la llave en la cerradura. Miró hacia atrás. Una silueta amorfa avanzaba por el piso de ajedrez, con un andar pesado y sincopado. Una gota de sudor le recorrió la espalda con un ritmo desparejo, deteniéndose en cada intersticio, remontando su viaje en cada vértebra. Aturdida, intentó girar la llave, pero su mano de hielo permaneció estática. Nunca antes se había sentido tan vulnerable.

domingo, 2 de mayo de 2010

El viaje




El sábado Clara se levantó temprano. Los preparativos del viaje la habían dejado agotada. Se habría quedado en la cama un rato más, pero una picazón en el medio de la frente no la dejó dormir. Se observó frente al espejo. Tenía una aureola rojo brillante del tamaño de una moneda. En el botiquín encontró una pomada que había vencido dos meses atrás. Con la punta del dedo la esparció suavemente sobre la aureola. El color rosado de la pomada empeoró el aspecto de la piel, pero alivió la picazón.
Fue a la agencia a retirar los vouchers y pasó por el shopping a ver si conseguía un par de zapatillas cómodas. Todavía faltaban dos semanas para viajar Europa, pero no quería dejar todo para último momento. Cuando regresó a casa se sintió cansada y se acostó a dormir la siesta. Despertó con una sensación de quemazón. La aureola se había convertido en una especie de grano. Ya no picaba como antes, pero le provocaba un dolor punzante. Clara recordó sus días de adolescente, cuando los granos eran un problema cotidiano. Fue a la farmacia, compró Agua de Alibour, y se hizo unos fomentos tibios. Aliviada, pasó el resto del día buscando información en Google Earth.
De madrugada, un dolor insoportable la despertó, justo cuando estaba subiendo a la Torre Eiffel. El grano (o lo que fuera) había madurado. La piel estaba afiebrada y sumamente hinchada. Era hora de hacerlo reventar. Clara entibió el Agua de Alibour. Después de dos o tres fomentos, la piel estalló y un pus sanguinolento salpicó el espejo. Limpió bien la herida y vio que de la carne nacía una especie de cuerno de acero. Estaba pintado de blanco y tenía la punta plateada. Con la mano temblorosa, lo cubrió con pomada y trató de no pensar.
Como a la media hora oyó un ruido dentro de su cabeza y sintió un dolor insoportable. El cráneo se abrió como una cáscara de huevo. Clara cayó desmayada. Unos golpes secos la despertaron. Sonaban a lo lejos y dentro de su cabeza a la vez. Cuando se vio al espejo, abrió la boca para gritar pero la voz no salió. En su cabeza había crecido un Jumbo 747. La cabina del piloto se abría paso a la altura de la frente. De los oídos salían las alas, cada una de ellas con sus dos turbinas encendidas esperando la orden de la Torre de Control para maniobrar el despegue.
El piloto la saludó agitando la mano. El cuello de la camisa, de un blanco impecable, asomaba por encima del uniforme azul y brillaba con un aura angelical. Con la sonrisa falsa de un anfitrión de programa televisivo decía cosas que Clara no alcanzaba a escuchar. De pronto desapareció. Clara sintió que algo caminaba dentro de su cabeza. Ya no había dolor ni molestias. Todo era una sorprendente. El piloto regresó con unas láminas de diferentes lugares del mundo. Clara entendió que le preguntaba a dónde quería ir. Dibujando un círculo en el aire con su dedo índice, le pidió que la llevara a dar la vuelta al Mundo. Desde ese instante perdió el dominio de su cuerpo. Sus piernas la llevaron a salir del departamento y subir a la terraza. No hacía mucho que había amanecido. Era una mañana tibia y luminosa. Era un día ideal para volar.
Al poco rato de haber despegado, Clara sintió un frío que le helaba los huesos, pero era mejor tiritar en el aire que perderse tan maravilloso espectáculo. El Atlántico resplandecía como un zafiro. De vez en cuando sobrevolaban pequeñas islas. Ya era domingo, y en algunos lugares se oían las campanas que llamaban a misa. Algunos barcos soltaban las amarras. Clara podía ver los brazos sacudiendo los pañuelos del adiós.
Después de unas horas tuvo hambre, pero no le importó. Ni siquiera cuando sintió que las tripas se le retorcían. Cuando el piloto lo decidiera, aterrizarían en algún lugar misterioso, con gente fuera de lo común, comidas exóticas, y bebidas de sabores imposibles. Sólo había que tener paciencia. Pronto estaría en un lugar desconocido, rodeada de gente nueva, y se sentiría libre como nunca.
Clara resistió al frío y al hambre, pero cuando le dieron ganas de ir al baño, se dio cuenta de que ya no estaba disfrutando. Lo que prometía ser el viaje de su vida se había convertido en algo tedioso. De pronto notó que el viento le pegaba en la cara, que el ruido de las turbinas la atormentaba, y que las turbulencias le provocaban náuseas. La velocidad crucero había sobrepasado a la máxima, y era vertiginosa. Entonces Clara le pidió al piloto que la llevara a casa.
Pero el piloto no podía escucharla. Dieron una vuelta, y otra, y otra más. Clara gritó hasta desgarrarse la garganta, pero nada ni nadie podrían detener el vuelo. Ya sin fuerzas, el corazón de Clara se rindió. El cuerpo se fue degradando hasta convertirse en una marioneta de huesos, que giraba alrededor de la Tierra .
Curiosamente, fueron unos argentinos, que desde el telescopio del Observatorio Astronómico de Córdoba descubrieron lo que clasificaron como un nuevo satélite natural de la Tierra. Por su semejanza con un esqueleto alado, lo llamaron Perseo.