martes, 17 de agosto de 2010

Glorioso


Augusto abrió una caja de fósforos y descubrió que estaba llena de escarbadientes. Decidió sacarse la comida de entre los dientes, pero tan pronto comenzó a escarbar sintió un chispazo en la boca y la cabeza se le prendió fuego. Con los ojos cerrados metió la cabeza debajo de la canilla. Un aroma fresco y picante despertó su curiosidad. Abrió los ojos y vio que no salía agua, sino guacamole. Planificando una cena mejicana llenó un balde y corrió a comprar nachos. Pero cuando abrió la bolsa de nachos, estaba llena de hojas de laurel. Pensó en ir a reclamar al supermercado. Antes hizo cuentas y llegó a la conclusión de que había salido beneficiado. Pero, qué haría con tanto laurel. Entonces se hizo una corona, y orondo salió a lucirla por el barrio.





domingo, 15 de agosto de 2010

Bicentenario








Era una tibia noche de primavera. Corría la semana de mayo de 1810 y en la Plaza de la Victoria se respiraban aires de revolución. Mientras French y Berutti repartían escarapelas, Gastón se preparaba para encontrarse con Pilar. Se sentarían en un banco de la plaza, comerían mazamorra, y él le propondría matrimonio. De pronto se encontró caminando por la Avenida Córdoba. Acababan de darle el alta el Hospital de Clínicas. "Nada de mujeres", había dicho el médico. Pero Gastón no podía esperar para encontrarse con Pilar, y cuando la tuviera entre sus brazos, no perdería el tiempo. La llevaría a su departamento, o a un hotel de la zona, y entre las sábanas le pediría perdón y le diría cuanto la amaba.
Esa noche Gastón tenía esa sensación de libertad que sólo había experimentado al terminar la Facultad. Caminó por Defensa. La calle estaba repleta de carruajes. Las crines de los caballos resplandecían bajo los faroles. Al llegar a la esquina de Belgrano vio un grupo de mujeres con cabellos trenzados, peinetones desmesurados, y abanicos de marfil. Con el semáforo en verde, los autos arrancaron a toda velocidad y un motociclista le arrebató la cartera a una de las ellas. El humo de los caños de escape ensombreció la escena, y cuando el polvo se disipó, Gastón se sacudió la galera.
Un trueno estremeció la avenida. Los edificios temblaron y de pronto las veredas quedaron desiertas. Gastón miró al cielo. Millones de diamantes estallaban en pequeñas explosiones. Se sintió atrapado en una mina de cristal de roca. Le faltaba el aire. Cerró los ojos y respiró hondo. Tenía tanto miedo de perder a Pilar... Había actuado estúpidamente una vez. Ahora no encontraba las palabras para decirle cuanto la quería. El mozo lo golpeó en el hombro con la carta y Gastón entreabrió los ojos como si despertara de un sueño profundo. Pidió un café. El primer el terrón de azúcar apenas lo apoyó en la superficie, y observó cómo se teñía de negro hasta desintegrarse entre sus dedos. El segundo lo lanzó con furia como quien tira una piedra al agua.
En ese instante llegó Pilar. Ni siquiera pudo saludarla. Después de lo que había pasado, difícilmente querría volver con él, pero debía intentarlo. Tenía que encontrar esas palabras cuanto antes. El café salpicó el vestido de Pilar. No alcanzó a sentarse. Le preguntó por qué había arrojado el azúcar con semejante violencia, pero Gastón no respondió. Sólo estiró el brazo para obligarla a sentarse. Pilar clavó sus ojos en el suelo, y después de un rato le preguntó para qué la había llamado. Gastón no respondió. Entonces Pilar le preguntó si había vuelto con María. Gastón dio un puñetazo en la mesa y volcó el café sobre el vestido. Un Patricio que custodiaba la plaza se acercó, y Pilar le pidió que la acompañara hasta que Gastón se fuera.
Gastón se disculpó con Pilar con sólo una palabra de perdón. Saludó al Patricio con la cabeza, se puso la galera y tomó el bastón. Aparentaba ser un caballero, y las mujeres se daban vuelta para mirarlo. No le importó. Dejó atrás la Plaza de la Victoria y caminó a la deriva, hasta desembocar en el Riachuelo. En el camino pensó en Pilar, que no se había movido de al lado se su cama mientras no se sabía si él viviría. Pilar, que perseguía a médicos y enfermeras para que él recibiera la mejor atención. Pilar, que se había ido llorando cuando llegó María y sacó a relucir sus absurdos derechos de ex-esposa.
Ocultas tras la niebla, las barcazas del Riachuelo parecían pintadas por Quinquela. Gastón sacó el telefóno para llamar a Pilar, pero no se atrevió. Tal vez seguía sentada en el banco de la plaza, con el vestido sucio de mazamorra, esperando a que él volviera a buscarla. Tal vez estaría armando los baúles y al día siguiente saldría para Chuquisaca y se casaría con ese abogado que la pretendía y que tanto le gustaba a la familia. Apretó los párpados para contener las lágrimas, pero sus sollozos se desparramaron por todo el Virreynato. Las luces del colectivo oscilaron en los adoquines. Daba igual subir que dejarlo pasar. De todos modos la había perdido para siempre. Tal vez en otra vida...






martes, 3 de agosto de 2010

Hipótesis







Qué pasaría si de pronto tuvieras la sensación de haber vivido otra vida. En tu mente se dibujarían imágenes desconocidas, con las que poco a poco te irías familiarizando. Entonces reconocerías un olor: el olor del pasto recién cortado. Y un color: el verde del bosque. Y el sonido de animales salvajes. Sin embargo no tendrías miedo. Te sentirías a salvo. De pronto te transportás a otra época y a otro lugar. Estás en los bosques de Schönbrunn, y cabalgás por senderos frescos con perfume a pino. Y las ardillas se te prenden de las botas, y trepan por tu ropa. Y vos las acariciás, y de tu mano sacás un puñado de avellanas y se las ofrecés. Te gusta verlas comer. Te divierte. Te da ternura. Quisieras llevarte a todas las ardillas pero no podés. Porque pertenecen al bosque, así como vos pertenecés al cemento, a las sedas, y a los vinos.
Regresás a tu recámara. Esta noche habrá un baile en el gran salón, y un concierto en los jardines. Te vestirás con tu mejor ropa, y usarás la peluca nueva. Te empolvarán la cara, te pintarán los labios de rojo, y tal vez te dibujen un lunar. Y aunque les recuerdes que no están en Versailles te pondrán un sombrero tan grande que parecerás una lámpara de pie. Tal vez esta misma noche se decida tu futuro. Vendrán reyes de tierras lejanas, gente poderosa interesada en hacer alianzas. Tu familia te venderá al mejor postor. Y estarás más triste que nunca. Y no podrás hacer nada para evitar tu destino. Ellos decidirán por vos.
Un trotar de cascos se apaga en las caballerizas. Las carrozas estallan y en el patio se dispersan esquirlas de joyas, terciopelos, y cotilleos. Los músicos ya están afinando. Desde tu ventana ves la glorieta donde jugabas a cazar mariposas, la fuente de los nenúfares, la Menagerié. Atrás quedaron tu infancia, y tu pony, y tus días felices. Ni el perfume de Francia te haría sentir bien. El murmullo de la gente en la sala te haría cosquillas en el estómago. La puerta se abriría. Te deslizarías por la alfombra como por una cuerda floja. Las miradas te vulnerarían. Te llevarías las manos a la cara para ocultar el rubor de tus mejillas. El tiempo habría pasado demasiado rápido.




domingo, 1 de agosto de 2010

Un cuento añejo





Este cuento lo encontré en una caja llena de papeles mecanografiados. Decidí compartirlo porque al principio me causó mucha gracia, después me dio ternura pensar en cómo escribía a los diecisiete, y por último porque me parece un excelente ejemplo de lo que un escritor no debe hacer. Creo que el texto contiene todos los errores posibles.

Que los disfruten, ¡si pueden!




Tras la espesa nube gaseosa que tapizaba las armoniosas ráfagas de aire denso y templado, en lo alto de la colina, imponente cual rayo inerte; se erigía la cósmica silueta del escalofriante castillo. No resultaba difícil distinguirlo de los demás edificios. Era una verdadera mole de piedra y telarañas envuelta en una tétrica nebulosa que le daba al parámetro un aspecto místico, casi podría decirse diabólico.
Sus únicos moradores eran los sombríos retratos que pendían de las paredes de la sala, con aire majestuoso.
Este era el sector más sorprendente de la casa. Sus paredes estaban revestidas en brocado de vivos colores, resaltando el rojo y el azul; pero que con el correr de los años había perdido luminosidad. Grandes espejos conformaban la pared central, que se unía a dos escalinatas de mármol, una a cada extremo. Junto a la escalera, dos maravillosas ánforas permanecían estáticas, aguardando la llegada de algún ratón o murciélago. En un rincón, una armadura relucía bajo su envoltura de polvo. Increíbles dinteles enmarcaban a los pesados cortinados de terciopelo azul. Contra la pared espejada se elevaba un hogar de leños, construido con un delicadísimo mármol gris. Sobre éste, un par de candelabros de bronce descansaban, dejando a la vista el impecable trabajo del orfebre. Unas pocas sillas de madera, prolijamente talladas y tapizadas en terciopelo al tono con las cortinas, servía de relleno al extenso y desierto lugar.
Sería interesante describir el resto de las habitaciones, pero me temo que no estoy en condiciones de hacerlo; puesto que nunca me atreví a recorrerlo por completo. Esto no implica ninguna traba para el desarrollo de este relato, ya que el mismo transcurrió allí, en la sala.
Es una historia un tanto paradójica pero espero que, a pesar de todo, sus sentidos se sumerjan profundamente en la atención que se requiere para comprenderla.
Todo ocurrió de pronto, sin lógica para algunos, sin otros testigos que los hostigados retratos; pero con un fatalismo trágico y patológico.
Resultó que una cálida noche de primavera, una joven pareja se adentró en las oscuras grutas del gran bosque, un poco queriendo, otro poco sin querer; fueron a dar con un claro que conducía exactamente al cementerio. La luna los proveía de suficiente luminosidad como para que pudiesen dejar atrás las lóbregas sepulturas sin mayores inconvenientes que los que les proporcionaba la densa niebla. Bien sabían que no se hallaban perdidos en medio de aquel desolado paraje. Conocían perfectamente el camino, y tenían por demás sabido el lugar que buscaban.
Tras andar interminables pasos por una escabrosa carretera, se encontraron frente al siniestro espectro. Después de un intenso esfuerzo por el joven, el monstruoso portón de hierro cedió, y luego de emanar un ensordecedor chirrido abrió paso a las inocentes víctimas que no por vez primera elegían las entrañas de aquel castillo abandonado para hacer el amor.
Entraron. Él se quitó el abrigo. La tomó entre sus brazos y comenzó a besarla apasionadamente. Luego la tiró junto a una de las escalinatas y empezó a quitarle la ropa, pero se detuvo repentinamente porque el estrépito que produjo la puerta al cerrarse le heló la sangre.
Ella sugirió no darle importancia y seguir adelante, pero él prefirió verificar si todo estaba en orden. Se levantó y después de echar un vistazo a su alrededor volvió junto a ella.
Pero cuál no sería su sorpresa al ver que aún yacía tendida, aguardando... La espada de la armadura había atravesado su corazón. Sus ojos, vidriosos, miraban la nada con una chispa de espanto, y la sangre bañaba su vestidura.
Aún perplejo, asustado, petrificado, se arrodilló junto al cadáver. Una lágrima asomó entre sus oscuras pestañas, pero su dolor no sería muy prolongado. Un candelabro lo golpeó en la nuca, provocándole una muerte instantánea.
Nadie pudo jamás esclarecer lo ocurrido aquella noche. Sin embargo yo tengo la verdad, aunque siempre la oculté. Al principio dije que esta sería una historia paradójica, cuyos únicos testigos habían sido los misteriosos retratos. Usted se preguntará entonces: "-Cómo logró relatar la historia si ambos murieron y no había nadie más que ellos en la mansión?" Y yo le responderé con otra: "Quién cerró la puerta?".