domingo, 31 de enero de 2010

Los pájaros

Réveillez vous, coeurs endormis, 
Le dieu d'amour vous sonne.
Clément Janequin



Franco decía que cuando fuera grande sería ornitólogo. Con apenas siete años era demasiado maduro para su edad, y sabía mucho más de pájaros que su maestra. Sus intereses eran diferentes a los de sus compañeros de grado, y su vocabulario incluía palabras inusuales para un niño, como taxidermia, psitacosis y rigor mortis. En su casa había un canario, pero a Franco lo aburría verlo siempre balanceándose en su hamaca de alambre, cantando gorjeos operísticos que sólo gustaban a las personas mayores. Cuando llegaba de la escuela, Franco tiraba la mochila en el sofá, comía a las apuradas y ni bien su abuela se acostaba a dormir la siesta, subía a la terraza. Ahí pasaba largas horas avistando a las especies salvajes de la Agronomía con unos binoculares que le habían regalado para su cumpleaños.
Un día un gorrión cruzó la avenida y se posó en un cable de alta tensión que atravesaba la terraza. Franco intentó atraparlo. Improvisó una red con un trapo que su abuela guardaba en un baúl. Se subió a un banquito, entonces se dio cuenta de que no era tan alto como pensaba. Agitó el trapo al viento con la esperanza de que remontara vuelo, pero la tela raída cayó sobre un rosal al mismo tiempo que el pájaro escapaba. El trapo se enganchó en unas espinas y Franco
no pudo desprenderlo porque se le deshacía entre los dedos. Descubrió que estaba bordado con unas perlas diminutas, y pensó que por alguna razón era valioso para su abuela. Sin embargo no se pincharía con el rosal para rescatar un pedazo de tela podrida que ni siquiera servía para cazar mariposas.
Al otro día el gorrión regresó, y el canario cantó, y el gorrión pareció imitar el canto. La escena se repitió durante algunas semanas. Franco tomaba nota de los progresos musicales del gorrión, hasta que un día los trinos se ensamblaron y fue imposible distinguir a un pájaro del otro. Entonces el gorrión voló en círculos, y el canario intentó imitarlo, pero sus alas chocaron contra los barrotes de la jaula. El gorrión aleteó en el lugar hasta elevar su cuerpo, entonces el canario aleteó, y
cuando levantó vuelo se dio contra el techo de la jaula. Franco dejó de tomar anotaciones, y se largó a reír a carcajadas. Señaló al canario con el dedo, de la misma manera que su madre hacía con él cuando se portaba mal, y le dijo entre risas que era un tonto y que jamás podría volar. El gorrión siguió yendo y viniendo, y el canario siguió dándose contra la jaula. Los golpes y las risas despertaron a la abuela, que después de algunos años se animó a subir a la terraza. Cuando llegó sus ojos dejaron de parpadear. Apenas atinó a llevar la jaula al lavadero, y tirarle agua al canario, que al cabo de un rato se reanimó.
Cuando la abuela salió del lavadero, Franco observaba con los binoculares al gorrión que sobrevolaba
la terraza y no paraba de chillar. Su cuerpo de niño giraba como un trompo y trastabillaba, y tropezaba, y se tambaleaba. Más que un juego parecía que Franco estaba poseído. Los binoculares parecían nacer de los cuencos de los ojos, y los sujetaba con tal vehemencia que daba la impresión de que eran demasiado pesados para sus pequeñas manos, o que trataba de arrancarlos pero los tenía pegados a la piel. De pronto cayó. Su abuela lo tomó del brazo para ayudarlo a levantarse, pero Franco se soltó con un movimiento brusco. Bajaron la escalera en silencio. La abuela se detuvo en el descanso. Miró hacia atrás y vio unas hilachas agitadas por el viento. Regresó a la terraza y descubrió que su mantilla de novia estaba enredada en el rosal y hecha jirones. Se encerró en el lavadero y lloró un rato, hasta que el canario empezó a cantar con la voz ronca. Entonces cantaron juntos.




sábado, 23 de enero de 2010

Amor en la red


Un día, jugando ACRO en un canal de IRC salieron las letras NLASK. Éramos varios jugadores, y cada uno trató de destacarse.
Habrán escrito frases como estas: “ningún labrador anda sin kimono”, “Nicolás lame a su kiwi”, “nubes lejanas abrigan sabrosos kioscos”. Intercaladas con esas frases aparecieron las nuestras.
La mía: ¿nadie leyó a Soren Kierkegaard?
La de él: nunca leí a Soren Kierkegaard
Alguien dijo: esos dos deben tener hijitos
Una de las razones por las que me enamoré de él




sábado, 16 de enero de 2010

Astrakan





De sus bebés les quedó: un hueco en la panza, las tetas llenas de leche, y el eco de sus voces chillando de dolor. Un día los dueños de la estancia visitaron el establo. Entonces, en el abrigo de la señora, las ovejas reconocieron la piel de sus hijos.




miércoles, 13 de enero de 2010

Turbulencia de personajes


Antonio fue a la fiambrería y compró 100 gramos de mortadela y 100 de queso. En la mochila llevaba una flautita. Iba a hacerse un sandwich pero no quiso arruinar la flautita y decidió tocarla como le enseñó Bartolo. Bartolo era un hombre bueno pero muy vicioso. En el barrio lo conocían porque siempre iba a la agencia de quiniela de Don José. Don José, además de la agencia tenía un lavadero de perros. Los perros ladraban y a veces mordían a Carlitos, el bañador. Estaba de novio con Silvina, que con sólo diecisiete años estaba bastante baqueteada. Cuando los pibes la trataban de putona la única que la defendía era su amiga Marcela, que también era muy puta. Marcela estaba casada con Don Atilio, un matarife viejo y gordo que se había llenado de plata vendiendo carne Kosher. Kosher era el gato de Doña Clotilde, una vieja decrépita que se inmiscuía en la vida de todos, especialmente en la de Anita, maestra jardinera y la preferida de Susana, la directora. Susana tenía dos hijos y estaba casada con el rector del Pellegrini. Pellegrini era la estación de subte donde se bajaba Alberto todos los días para ir a la oficina. Era empleado en una compañía aérea que sólo volaba a Mar Chiquita. Chiquita era la mucama de la familia Pérez. Pérez era un contrabandista de arte que trabajaba en combinación con López. López era un vino, y Adelqui se lo tomó. Adelqui era un borracho que vivía debajo del puente Alsina. Alsina era un ingeniero civil que trabajaba para la Corona Británica. La corona Británica era como la corona de Cristo, pero británica. Cristo murió en la cruz. Cruz-a-gramas.


jueves, 7 de enero de 2010

Próxima Estación: Esperanza

Hoy tuve miedo de mi sombrita
So …me tumbé bajo el sol
Manu Chao


Carlos se levantó con la imperiosa necesidad de faltar al trabajo y subirse a un tren. No le importaba si perdía su empleo, si su esposa se enojaría, o si se venía el fin del mundo. No le importaba el destino, el horario, o el costo del pasaje. En lo único que Carlos pensaba era en subir a un tren. No era por superstición, ni por cábala, ni por un presentimiento: era su deseo. Hacía mucho tiempo que no deseaba, y ahora que tenía voluntad no iba a reprimirse. Mientras se cepillaba los dientes pensó en cada pieza dental como un vagón: las encías eran las vías, la lengua la barrera, y el paladar un túnel. Jugó un rato a hacer globitos, a simular tragedias ferroviarias chocando las mandíbulas, y encendió un cigarrillo para lanzar bocanadas de humo e imaginar que por su laringe trepaba una locomotora a vapor.
Ya en la estación, se acercó a la boletería y pidió un pasaje para el destino más lejano. El andén estaba vacío y Carlos tuvo la ilusión de viajar solo. Al rato llego el tren. Carlos se ubicó del lado de la ventanilla. De pronto apareció un montón de gente y el tren quedó completo, pero los asientos eran cómodos y no había niños, así que el viaje sería bueno.
- Hoy me levanté con ganas de subirme a un tren - dijo un hombre mientras se sentaba junto a Carlos - Un tren que me lleve bien lejos. ¿Usted siempre toma este ramal?
- No, es la primera vez - respondió Carlos entre desganado y molesto, y volvió sus ojos hacia la ventanilla.
- También es mi primera vez - dijo el hombre mientras observaba todo a su alrededor.
- Bueno, ojalá tengamos buen viaje - dijo Carlos intentando dar por finalizada la conversación.
- ¿No le parece raro? - dijo el hombre, y agregó. - Yo no soy de faltar al trabajo. No se vaya a pensar que soy un vago…
Carlos quedó asombrado con la coincidencia, y se frotó los ojos para comprobar que el hombre no era un espejismo de sí mismo. A pesar de la curiosidad que lo carcomía, prefirió no darle charla. Lo miró sin decir nada como restándole importancia, y volvió a mirar por la ventanilla.
- Lo más extraño es que - hombre le tocó el hombro a Carlos para llamar su atención - estuve hablando en el andén con una señora, y a ella le pasó lo mismo que a mí.
- Serán almas gemelas - respondió Carlos mientras se deleitaba con la música del tren, el silbido del guarda, la bocina de la locomotora que arrancaba, el sonido de las ruedas que chirriaban contra las vías, y el suave traqueteo de los durmientes.
- Usted no entiende - dijo el hombre con mirada acusadora - es el destino. Escuche las conversaciones de la gente. Estamos todos en el mismo viaje.
- Sí, claro - Carlos esbozó una sonrisa sarcástica, - estamos todos en el mismo tren
- Exacto. Por lo que pude averiguar, muchos, si no todos, estamos en este tren por primera vez. Quiere decir que algo nos trajo… - murmuró el hombre.
- Disculpemé pero voy a ver si puedo dormir un rato.
- Es más fácil dormir que creer. La verdad asusta. Yo conocí a una persona que…
Carlos dejó al hombre hablando solo y fingió disponerse a dormir, pero en realidad no tenía sueño y estaba ansioso por llegar. Se quedó pensando en las palabras del hombre. No creía en hechos sobrenaturales, pero tampoco creía en la casualidad. Con los ojos cerrados sus oídos se abrieron, y las voces retumbaron en sus tímpanos. Como un eco repetían incesantemente la misma frase. Eran voces de hombres y de mujeres jóvenes, de ancianos, de extranjeros. Voces diáfanas, con carraspera, gangosas, tartamudas. Voces que hablaban en jerigonza. Todo se mezclaba como en la Torre de Babel, pero el mensaje era siempre el mismo: hoy me levanté con la necesidad de subir a un tren.
De pronto se empezó a escuchar una interferencia. Después Carlos no alcanzó a entender lo que se decía, hasta que las voces se ordenaron y se escuchó: a dónde irá este tren. Entonces Carlos comenzó a creer. Abrió los ojos, y le habló a su compañero de asiento al oído.
- Usted tiene razón. Algo nos trajo, pero a mí no me importa a dónde nos lleven.
- Mire a esa gente. Parecen insectos estampados en un parabrisas.
En efecto, todos miraban por la ventanilla con la nariz pegada al vidrio, como si así pudieran reconocer el paisaje que los rodeaba.
- ¿Dónde estamos? - preguntó Carlos.
- Nadie sabe.
Poco a poco estaban acorralados entre signos de interrogación. Cada uno sobrellevó la incertidumbre a su manera. Algunos lloraban, otro leían, un hombre tomaba anotaciones, una mujer tejía una bufanda, y Carlos se lamentaba por no haber llevado la cámara de fotos. De pronto el tren se detuvo en una estación sin nombre, rodeada de un pastizal. A unas pocas cuadras se veía un pueblo de casas bajas y árboles resecos. Un camino de ripio era la única conexión entre la estación y el pueblo.
- Parece que llegamos - dijo el compañero de asiento.
- Yo voy hasta Los Diaguitas.
- Me parece que el tren termina acá. Fijesé, todo el mundo se baja.
- Yo sigo.
- Bueno, que le vaya bien.
- Igualmente. Adiós.
Carlos estaba feliz. Por fin viajaría tranquilo. Sin embargo le pareció extraño que todos bajaran y no subiera nadie. El tren arrancó. Carlos se sintió incómodo. Una cosa era viajar tranquilo, y otra ser el único en el vagón; o tal vez en todo el tren. Por un instante el pánico lo ganó, y dudó si seguir viaje o arrojarse al costado de la vía. Pensó en recorrer los demás vagones a ver si había gente, pero antes de que pudiera dar unos pasos el tren se había detenido. Carlos aprovechó para bajar. Vio con sorpresa que allí terminaban las vías. La estación había quedado a unos quinientos metros atrás. Carlos se sentía libre, y necesitaba expresar esa libertad de alguna manera. Regresó desplazándose por los durmientes a los saltos, como un hombre embolsado, hasta que llegó al camino de ripio. Todavía la multitud se desconcentraba entre risas, llantos y protestas, serpenteando por las pequeñas calles de tierra.
Las casas estaban tapiadas. No había restaurantes, ni negocios de ropa, ni farmacias. Buscaron la plaza, la municipalidad, la iglesia, el hospital, la policía, el almacén de ramos generales, pero no encontraron nada. Hacía calor, y se acercaba una tormenta. Tenían sed, y sólo unos pocos llevaban bebida. Y tenían hambre, y sólo unos pocos llevaban una vianda. Y tenían miedo, pero ninguno tenía fe. Nadie le encontraba el sentido a pasar el día en un pueblo fantasma. Decidieron volver a la estación y esperar el tren de regreso. El pueblo no tenía más de diez cuadras a la redonda, sin embargo no pudieron encontrar el camino de ripio. Se organizaron en grupos, y se dividieron las calles, pero por más que buscaron el camino no apareció.
De pronto el calor se hizo insoportable, y un embudo de tierra avanzó desde el horizonte. No había donde guarecerse y la falsa quietud era apremiante. El tornado arrancó de cuajo los árboles, desprendió las tapias de las casas y arrasó con varios centenares de personas que se hundieron en el epicentro como granos de un reloj de arena. Cuando todo terminó algunos habían ido a parar a los tejados, otros estaban fracturados, y sólo unos pocos presentaban apenas unos rasguños. Carlos sólo tenía un tajo en la frente. Intentó ayudar a los heridos, pero se le morían en los brazos. Decidió salir a pedir ayuda. Los que no estaban muy lastimados propusieron ir de a pares, en diferentes direcciones, pero ya no en busca del camino de ripio, sino de cualquier lugar donde pudieran socorrerlos. Todos estaban de acuerdo en salir del pueblo. Todos menos el compañero de asiento de Carlos.
- ¡Esperen! ¿Nadie se da cuenta de lo que está pasando? - gritó el hombre señalando a su alrededor.
La gente se miraba entre sí, observaba la calle, el cielo, las casas, los cadáveres.
- Claro que nos damos cuenta, esto es el fin - dijo un hombre con la voz entrecortada. - ¡Vamos, no perdamos el tiempo!
- ¡No! ¿Es que nadie es capaz de ver? - gritó el hombre a viva voz.
- Yo no veo nada - dijo un anciano, y cayó muerto.
- Yo veo destrucción y muerte - sollozó una mujer mirando al anciano con piedad, y también cayó muerta.
- Ustedes están ciegos - dijo el hombre. - ¡Miren a su alrededor y díganme que ven!
Entonces algunos vieron, y cuando tomaron conciencia quedaron deslumbrados. Las casas estaban cubiertas de espejos y el pueblo no era más que un laberinto donde todos se perdían en su propio reflejo.
- Yo veo que está todo lleno de espejos - dijo una chica jovencita.
- ¡Pero carajo! ¿Ves que hay espejos y no podés verte? ¡Mirate bien y decime que ves!
- No sé no sé no sé - respondió la chica con un llanto histérico mientras escudriñaba sus facciones buscando algo por descubrir. Antes de que su cuerpo sin vida se desplomara gritó - ¡No veo nada!
- Yo veo esperanza - dijo una embarazada, y se acarició el vientre.
- Esperanza - repitió el hombre - de eso se trata todo esto.
- ¡Esperanza! - gritó Carlos, llorando de emoción.
De pronto todas las voces pronunciaban la misma palabra, y lo hacían con tanto fervor que la tierra tembló. Una brisa fresca los reconfortó. Y los árboles reverdecieron y volvieron a enraizarse en la tierra, rodeados de canteros con flores coloridas y perfumadas. Y ahí estaba la clásica plaza de pueblo, rodeada de edificios públicos y restaurantes, y el verdor del césped contrastaba con el cielo turquesa. Y había perfume a tilo, y a jazmín, y a verbena. Y los pájaros cantaban. Y todo era armonía, y belleza, y felicidad. Y apareció el camino de ripio. Y corrieron hacia la estación, que ahora tenía nombre.


lunes, 4 de enero de 2010

Mal nacido






Si me hubieran arrancado antes de tiempo del vientre de mi madre, hoy no estaría disfrutando de este delicioso kutti pi.