sábado, 27 de febrero de 2010

Aeropuerto




Diego llego al aeropuerto con tiempo de sobra. Cuando fue a hacer el check-in le dijeron que el avión se había ido. Faltaban tres horas para la salida del vuelo. Le mostró el boleto una vez más a la empleada, que con una sonrisa emitió la tarjeta de embarque. Diego tuvo un impulso. Salió de la terminal y paró un taxi. Le pidió al chofer que lo llevara a recorrer el Barrio 1. En una hora regresaron al aeropuerto. Todavía le sobraba tiempo para embarcar. Molesto con la empleada que le había dicho que el avión se había ido, se acercó al mostrador para reclamarle que prestara atención. La empleada le explicó que efectivamente el avión se había ido, y que como él no quería escuchar razones, lo acomodó en el siguiente vuelo. Diego la insultó. La empleada se quedó inmóvil observando cómo Diego pronunciaba toda clase de improperios. Un efectivo de la policía aeronáutica se acercó al mostrador y tuvo unas palabras con Diego, que al cabo de un rato fue al kiosko, compró un chocolate y se lo regaló a la empleada a modo de disculpa. Ella le dio las gracias con una sonrisa, desenvolvió el chocolate, y se lo arrojó a un perro que estaba en brazos de una señora. El perro devoró el chocolate, saltó sobre el mostrador, y le lamió la cara a la empleada. Diego pensó que si la baba de perro servía para curar heridas, podría ser buena para la piel. Pensó además que debería comercializarse. Mientras soñaba con su microemprendimiento, por el altavoz anunciaban que el vuelo estaba demorado. Diego insultó al altavoz, y cansado de esperar que le devolviera el insulto, se fue al Free Shop. Ahí, para matar el tiempo, compró una Netbook. De pronto sintió culpa, fue al kiosko, y compró un chocolate para disculparse con el altavoz. Se lo arrojó varias veces, dando saltitos como si jugara pelota al cesto, pero el altavoz permaneció impávido. El policía, que no lo había perdido de vista desde el incidente durante el check-in, se acercó por detrás. Diego no lo vio venir, y entre tantos saltitos le pisó la punta del pie. El policía dio un grito y quedó parado en una pierna, haciendo el cuatro mientras se masajeaba el pie. Desde esa posición lo amenazó con echarlo del aeropuerto. Dando excusas y caminando lentamente, Diego se alejó y regresó al kiosko. Esta vez fue a comprar un chocolate para disculparse con el policía, pero cuando notó que estaba atravesando una zona Wi-Fi se sentó y encendió la máquina. Aprendió a usarla, actualizó su estado en Facebook, habló con dos o tres amigos por MSN, y buscó en Wikipedia información sobre la personalidad de los altavoces. El tiempo pasó pero el avión seguía sin despegar. Al lado de su asiento alguien había olvidado un libro: “Los hombres que aman demasiado poco”. Abrió una página al azar y leyó: Si Usted se encuentra solo en un lugar multitudinario como un aeropuerto, un estadio de fútbol, o en la marcha del orgullo gay, usted es un hombre que ama demasiado poco. Harto de todo, Diego arrancó las páginas del libro con los dientes y estrelló la máquina contra el suelo. Sintió que todas las miradas se volvían hacia él. Vio el dedo acusador del kioskero, oyó el ladrido del perro, reconoció el perfume de la empleada del mostrador. Se sintió agobiado. Unos pasos apurados se acercaban y se multiplicaban. Descubrió que el policía no estaba solo, y que toda la brigada iba hacia él. Corrió hacia la puerta, paró un taxi, y le pidió que lo llevara a casa.



domingo, 21 de febrero de 2010

Urgencia






Mario sintió que si seguía aguantando algo explotaría dentro de él. Había llegado a la playa a la mañana temprano, decidido a disfrutar por primera vez en su vida de un día en el mar. Mientras cruzaba los médanos pensó en Julia, que había recibido una oferta de trabajo excelente y se había ido a vivir a España. Julia, que quién sabe qué estaría haciendo mientras a él la vida se le derrumbaba. Porque Mario había tenido que quedarse, porque no era ciudadano europeo y no tenía cómo justificar una estadía prolongada en España. Había tenido que elegir entre arriesgarse a que lo deportaran y quedarse en Buenos Aires. Y Julia le había dicho que se quedara, que ella iba a probar suerte y que si le iba mal volvería pronto. Y mientras Julia escribía contando lo bien que le estaba yendo, a Mario el sueldo no le alcanzaba ni para pagar el alquiler y había vuelto a vivir con sus padres.
Unos pocos días en San Clemente del Tuyú a finales de marzo fue a todo lo que Mario pudo aspirar para pasar las vacaciones. Y ahí estaba, en una playa que de clemente sólo le había quedado el nombre. Por esos misterios de la meteorología hacía un frío inusual para la época. Pensó en Julia. En qué diría si estuviera ahí. Julia, que sólo se bañaba en el agua cálida y transparente del Mediterráneo. Recordó las fotos que le había mandado con el último mail, recostada sobre una roca, posando como una modelo con la felicidad brillándole en los ojos. Julia, tan sensual con el vestido escotado, tomando unos tragos en un bar de Torremolinos. Julia tan hermosa, y tan sola, y tan feliz. Y por primera vez se preguntó quién sacaba las fotos.
Mario bajó el cuerpo hasta quedar en cuclillas y se dejó caer. La arena lo abofeteó varias veces y se le escurrió por el pelo. Se sentó en posición de loto y sacó un libro, pero el viento agitaba las hojas y así era imposible leer. Buscó con la mirada un parador, carpas de alquiler, o algún lugar donde guarecerse. Pero aunque dio un giro de trescientos sesenta grados, sólo alcanzó a divisar unos montículos de basura. Decidió buscar reparo en los médanos. Mientras se acomodaba, una espesa masa de nubes tapó el sol. Una ráfaga de aire húmedo le pegó en la espalda, y Mario si
ntió ganas de ir al baño. Pero si no había un lugar donde tomar una bebida, menos habría baños químicos. Había que volver a casa o aguantar. Decidió que el destino no arruinaría su día de playa. Decidió aguantar. Eligió un lugar al azar, colocó la esterilla y sacó el libro. Pero un remolino de libélulas salió de entre los arbustos y revoloteó varias veces sobre la cabeza de Mario, que fastidiado volvió a guardar el libro. Miró al horizonte. Bajo el cielo gris el mar ondulado parecía un colchón de hojarasca. Pensó en Julia. Julia en Hyde Park, en otoño. Pensó en los colores del otoño. En las ardillas. En Julia y la escapada a Londres. Julia siempre tan sola y tan feliz.
Una bandada de gaviotas lo distrajo, los graznidos le sonaron a música y le robaron una sonrisa que alivió la puntada en la vejiga. A lo lejos se oyeron truenos y algunas personas recogieron sus cosas y se quedaron esperando cerca de la salida. Una salida: eso buscaba Mario. Porque no aguantaba más. Porque no era p
osible que hubiera perdido a Julia, que la relación entre ellos se hubiera deteriorado, que Julia hubiera escrito ese mail más frío que el invierno europeo donde le deseaba Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo. Porque Mario esperó que Julia viniera a Buenos Aires sin avisar para darle la sorpresa más feliz de su vida. Pero los días pasaron y Julia no llegó ni llamó ni escribió. Y era comprensible: cómo decirle que había conocido a otro. Julia no se lo diría ni por mail ni por teléfono. Se lo diría en la cara, pero cuándo. Porque era mejor enterarse de lo peor a la angustia de la incertidumbre.
Se sacó las ojotas y se entregó a la caricia helada de la arena. El viento arremolinaba toda clase de basuras que la marea había acercado a la costa. Una bolsa de plástico le rozó los tobillos. A medida que caminaba hacia el mar sintió que el suelo se hacía más hostil. Primero debió cruzar una franja de agua turbia: una canaleta formada por la erosión donde el agua sólo se renovaba cuando subía la marea. Sumergió un pie y sintió el calor del agua, el fondo resbaladizo, el olor a pescado muerto: asco. Cruzó la canaleta en puntas de pies y le pareció más ancha de lo que en realidad era. Del otro lado la arena estaba cub
ierta de conchilla. A cada paso Mario se sintió un fakir.
A su derecha un matrimonio de jubilados entró al mar y clavó un tramayo. A su izquierda unos pescadores tomaban mate y reían. Un olor fresco a tierra mojada anticipó las primeras gotas. Mario cayó en varios lugares comunes: “lo haría contra viento y marea”, lo haría “llueva o truene”. Pensar en frases hechas le dio risa, sin embargo no pudo evitar sollozar. Se sintió ridículo, rígido como una estaca clavado en la arena con sus piernas esqueléticas e irremediablemente blancas, con la malla flameando al viento y con la piel de gallina.
El aire se detuvo, el olor a pescado se hizo más intenso, y se largó a llover. Y Mario se largó a llorar “un mar de lágrimas”. Y esta vez la frase hecha le dio risa. Y Mario rió a carcajadas y decidió que ya no aguantaría más y se internó en el mar a pesar de
que el agua estaba helada y que el peligro de los rayos acechaba y que el matrimonio de ancianos le gritaba que no. Y caminó hasta que el agua le llegó a la cintura y entre la espuma de las olas se dijo por última vez que no aguantaría más. Y se dejó reconfortar por la corriente cálida de su propia orina.






martes, 16 de febrero de 2010

Carta a una chica Ziegfeld



Querida Marta:


Cuando recibas ésta, seguro tu cumpleaños ya pasó. Siempre me acuerdo tarde, y las cartas tardan; y eso que siempre les pongo Vía Aérea. ¿Y vos, qué pasa que hace tanto que no escribís? Estamos preocupados. Mamá llamó a la pensión el otro día, pero no atendía nadie. El Beto dice que seguro que te andás revolcando por ahí con algún vago. Vos viste como es el Beto. El Nico vuelta a vuelta me pregunta por el sobre con nieve que le vas a mandar. Yo le digo que allá es verano, pero éste nunca entiende nada. Parece que va a repetir otra vez.
¿Cómo te va con el baile? ¿Estás trabajando de corista? Acá no pasa nada. Mejor que te fuiste. Yo ahora me cambiaron el horario en el hospital, y al Nico me lo lleva a la escuela la madre de la Estelita. Al Beto le chocaron el auto y se lo va a arreglar
Magoya. Yo le decía, andá despacio Beto… andá despacio... Pero se pensaba que nunca iba a pasarle nada. Por suerte siempre le sale alguna changuita por acá por el barrio, así que algún peso siempre trae. Cuando le toca ir lejos le pide el auto a Don Arturo, pero tiene que pagarle la nasta y es un presupuesto.
No sabés lo que pasó. El otro día al Pichuco lo atropelló un auto. ¡Imaginate mamá! Era una lágrima viva. Por suerte se rompió una pata nomás. Encima, después de eso, el gato se metió en el jaulón. Se conoce que saltó desde la pérgola, pero andá a saber cómo hizo para abrir la puerta. Decí que mamá lo pescó justo, si no, otra desgracia más. Yo digo que fue una desgracia con suerte, porque se escaparon los loros. Al fin se va a poder dormir la siesta en esta casa. Mamá me contó que los corría por la terraza, pero se le fueron. Pobre, no gana para disgustos. No sabés cómo los extraña. Para ella eran una compañía. Dice que les hablaba y que los loros le contestaban.
El Beto la tiene con que la jaula la abrieron el Nico y el hijo de la Filomena. Están en la edad del pavo esos dos. ¿Sabés por qué se les dio ahora? Se van a la terraza y se asoman y le ladran a la gente que pasa por la calle. Y ellos son tan tarúpidos que se creen que la gente no se da cuenta. No sé qué voy a hacer con este hijo. Y hablando de la Filomena, el otro día le entró una centella por la ventana y casi le da la escomúnica. Decí que yo estaba en casa, así que me crucé y le di una cucharada de aceite de ricino. Parece que después no la podían sacar del baño a la pobre.

Me da una pena mamá, está tan sola... Yo quisiera estar más con ella, pero con lo mal que le está yendo al Beto, del hospital me voy del abogado a hacerle unas cataplasmas al hijo, y después voy de una maestra que me llama para que le de unas inyecciones. Así que mamá está todo el día sola, y su ilusión es recibir tus cartas. Siempre dice que le gustaría saber cómo es allá. La vez pasada fuimos a ver Kin Kon, y se creyó que era de verdad. Pensó que vos est
abas en ese edificio. ¡Quería llamarte a la pensión!
Ya ves cómo anda la pobre. Y vos tan lejos... A ver si un día de estos le escribís y le mandás esas dichosas fotos, que no sabés como me tiene la cucuza.
Le anda contando a todo el mundo que sos una artista famosa, y cuando le dicen que te quieren ver me pide las fotos a mí.
Bueno Martita, por ahora me despido. Seguiría escribiendo pero me tengo que ir a hacer la comida. Quedate tranquila que acá estamos todos bien. Te deseamos un feliz cumpleaños y te mandamos un beso grande, mamá, el Nico, el Beto, y yo.



viernes, 12 de febrero de 2010

Viernes: pijama party



Este texto fue escrito en base a una idea de Scartterbrain
donada en http://transfusiones.cruzagramas.com.ar

Quien quiera darse una vuelta por su blog entre a
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En la vorágine de viernes a la tarde nadie notó que un hombre se precipitaba hacia el asfalto desde un balcón con los brazos desplegados en cruz. El chasquido del cuerpo contra el suelo distrajo a los automovilistas y salpicó a algunos transeúntes. A pesar del cimbronazo que provocó la caída, el hombre seguía vivo. El cuerpo desarticulado quedó tendido boca abajo, y evidenciaba fracturas múltiples. Una pierna estaba completamente rotada, un hilo de sangre brotaba de la nariz, y de los dedos de las manos asomaban huesos astillados. Los autos se detuvieron con frenadas violentas y un tumulto de gente se agolpó alrededor del hombre que apenas podía respirar. Los últimos rayos de sol se abrieron paso entre unos nubarrones, los autos encendieron los faroles, y el hombre apretó los párpados como si la luz le molestara. Alguien llamó a una ambulancia. El tránsito permaneció detenido y se produjo un embotellamiento. Al cabo de un rato llegó un grupo de policías y armaron un cordón. En un susurro el hombre pidió que lo llevaran al baño. Una mujer que decía ser médica y que controlaba el pulso hasta que llegara la ambulancia, especuló que algo había estallado en el vientre del hombre. De pronto se largó a llover. Algunos curiosos, cansados de esperar un trágico desenlace que no llegaba y desanimados por la tormenta, comenzaron a dispersarse. Entre los truenos se escuchó una sirena que se acercaba. La expresión del hombre cambió, y esbozó una sonrisa. Parecía estar viviendo su momento más feliz. Minutos después comenzó a convulsionar, y el hilo de sangre se convirtió en hemorragia. Su cuerpo se retorció, y con los ojos desorbitados emitió un sonido que más que una queja pareció un grito de placer.
David despertó sentado en un inodoro. No era la primera vez que amanecía en un lugar insólito, pero nunca antes se había quedado dormido en un baño. A medida que recobraba los sentidos, reconoció el baño de su casa. Intentó recordar cómo había llegado hasta ahí, pero un dolor punzante en la espalda lo distrajo. El dolor lo recorría desde la cintura hasta el cuello, y la cabeza parecía una rama seca a punto de caer. Un vahído lo obligó a cerrar los ojos y recostarse contra la pared. Alguien se desperezó en la bañadera. Era una mujer hermosa, envuelta en un sensual vestido rojo que resaltaba sus formas. Sus piernas caían relajadas, y el pelo revuelto le cubría la cara. David intentó incorporarse para verla mejor, pero no pudo ponerse de pie. Trató de apoyarse en el vanitory, pero sus manos no tenían fuerzas y sus dedos colgaban deshilachados. Tan solo logró estirarse lo suficiente como para notar que la mujer no llevaba ropa interior. Inmediatamente David olvidó sus dolor y su debilidad, y la llamó con un “hola” entre dulce y ahogado. La mujer se desperezó, se incorporó, y se acomodó el pelo. Era idéntica a Paula. Por un instante David creyó que estaba soñando. Se refregó los ojos. No podía ser Paula, pero era. David sonrió y estiró el brazo para alcanzarla. Cuando la tuvo cerca notó que tenía el maquillaje corrido. Le preguntó por qué había llorado. Paula no respondió. Se paró frente a él y se desabrochó el vestido, que resbaló por su cuerpo hasta caer al piso. David se quedó observándola, extasiado ante la belleza de la desnudez y confundido por un haz de luz que brotaba a la altura del vientre. Paula le acarició la cabeza y lo apretó contra su cuerpo. David intentó zafarse, pero no tenía fuerzas y Paula lo oprimía. A través de los párpados percibió que la luz se hacía más potente. Quiso gritar, pero Paula le tapó la boca con un beso, y le frotó los pechos en la cara a la vez que metía su mano en el pantalón del pijama. El deseo fue más fuerte que el horror. Cuando David estaba a punto de estallar, Paula se sentó sobre él, dejó caer su cabeza hacia atrás con el torso arqueado, y David no pudo resistir a la tentación de zambullirse en los pechos más hermosos que había conocido. Sin dudarlo los apretó contra su cara hasta alcanzar el orgasmo más intenso de su vida. Cuando recuperó el aliento, todo lo que quedaba de Paula era una bola luminosa que se alejó hasta perderse en la distancia.
Encandilado por la luz de Paula, David no podía ver a su alrededor. Nada de lo que había sucedido podía ser cierto. Pensó que estaba soñando y que pronto despertaría. Pero no. Se quedó un rato inmóvil, sin ver, ni oír, sin siquiera respirar. Y aprovechó ese momento de quietud para pensar. Repasó su último día, desde que se había levantado hasta entonces. Había un vacío entre el momento en que se quedó dormido y cuando despertó en el baño. Intentó reconstruir al detalle los minutos previos al sueño. Estaba en la oficina. Había esperado a que todos se fueran. Miró el reloj. Eran las siete y veinte. Llamó a seguridad y pidió que no lo interrumpan. Trabó la puerta y abrió el último cajón del escritorio. Tanteó buscando el pijama que Paula le había regalado para el cumpleaños y que jamás había llevado a casa por miedo a que su esposa sospechara. Pensó en Paula, en el amor de a turnos, en el fin de semana juntos prometido pero jamás concretado, en el aborto. Paula en la camilla. Paula llorando. Paula hasta el último momento preguntado por qué. Pensó en la enfermera, encogida de hombros y dándole la terrible noticia sin siquiera mirarlo a los ojos. Esa hija de puta que por unos pesos más mintió que Paula había ido sola. David desenvolvió el pijama. La tela era tan suave como las caricias de Paula. Tan pronto se lo puso sintió la calidez de un abrazo. Caminó hacia la ventana con el andar relajado de quien va a prepararse un café. Salió al balcón. Pasó una pierna al otro lado de la baranda. Luego la otra pierna. Haciendo equilibrio logró ponerse en cuclillas, con los talones clavados en el borde del balcón y las manos prendidas como tenazas. Su cuerpo se tensó como una cuerda de violín, entonces David emitió un sonido agudo y discordante. El sol anaranjado del atardecer le pegó en los ojos, pero no logró arrancarle una sola lágrima. Y David se soltó y desplegó sus brazos en cruz. La caída duró algunos minutos, o al menos eso le pareció. En el momento más inesperado cayó sobre un colchón de resortes, y tras elevarse varias veces como un acróbata, se acurrucó y se quedó dormido. En la vorágine de viernes a la tarde a nadie le llamó la atención.



sábado, 6 de febrero de 2010

Despedida








Como todas las noches desde que Soledad se había ido de luna de miel, Romina fue a regarle las plantas y a darle de comer a Osiris. Abrió la puerta, encendió la luz, y vio a Soledad sentada en el sofá con los ojos fijos en la televisión apagada y el gato a upa. Apenas atinó a preguntarle qué hacía en casa. Faltaba una semana para que regresara, pero ahí estaba, sola y agazapada en la penumbra. Soledad no respondió con palabras, pero dejó escapar un sollozo. Romina se sentó junto a ella. Le preguntó por Juan, qué había pasado, si se habían peleado. Le preguntó por qué lloraba, por qué no había avisado que volvía antes, por qué Juan no estaba con ella. Pero Soledad permaneció inmutable. Romina insistió de todas la maneras que se le ocurrieron: Que si quería se iba, que la acompañaba en silencio, que preparaba algo de comer. Que se nota que Osiris te extrañó, y vos a él. Mirá cómo ronronea. Pará de llorar, mirá que los gatos absorben todo: lo bueno, y lo malo también. Le hizo alguna broma tonta, como si había visto a Nahuelito, o si se había acordado de traerle el frasquito con nieve. Le acarició la cabeza, le secó las lágrimas, la abrazó, pero Soledad no pronunció palabra. Romina encendió la televisión y para matar el tiempo se puso a regar las plantas. Cuando estaba en el balcón sonó el celular. Lo había dejado en la cartera, sobre una silla. A las apuradas alcanzó a atender. Era Juan. Esa mañana habían ido a esquiar. Al rato que llegaron al cerro, Soledad se descompuso. Dijeron que era un ataque al corazón. Cuando llegó al hospital estaba muerta.