sábado, 4 de septiembre de 2010

Desde el más allá




Cuando mi abuelo murió mi abuela no pudo soportar la pérdida y no quiso enterrarlo. Tampoco quiso dejar las cenizas en el cementerio y las guardó en el ropero. Pobre mi abuela, desde que el abuelo murió se la pasaron mudándose. Iba de acá para allá, arrastrando a mi mamá que apenas tenía seis años, y con el abuelo a cuestas como Juana la Loca. Pobre mi mamá también; no pudo ir a la escuela hasta que se que se quedaron en San Juan.
Cuenta mi mamá que cada vez que pasaba algo (bueno o malo), la abuela se encerraba en la pieza y hablaba. Teléfono no había, así que o hablaba sola o le hablaba a las cenizas. Y mi mamá se moría de miedo. Porque no se vayan a pensar que vivían en una linda casa. Apenas tenían una habitación con una cocina económica, una mesa y algunas sillas donde pasaban el día. Parecía la casita de Carlitos Chaplin en La quimera del oro. Entonces la abuela se encerraba y mi mamá se quedaba sola, y oía ruidos, y tenía miedo.
Le tenía tanto miedo mi mamá a esa casa que prefería estar afuera con las gallinas a quedarse adentro. Aún cuando hacía frío. Aún cuando llovía. A veces las cosas cambiaban de lugar. A veces directamente desaparecían. A veces una nube bajaba, y todo olía a alcanfor, y las cucharitas flotaban y los pájaros quedaban suspendidos en el aire. Además de miedo, mi mamá sentía vergüenza, porque la abuela iba a la feria y contaba todo lo que pasaba. Y después algunos vecinos la trataban de loca, y otros decían que la casa estaba encantada.
Una tarde mi mamá jugaba con un chivito. Hacía un calor sofocante, y se había levantado un viento seco y polvoroso que teñía de rojo a la ropa que colgaba de la soga. Mi mamá fue a sacar agua del pozo. De repente oyó una voz que la llamaba. Miró alrededor. No había nadie. Pensó que la voz venía desde el agua y se estremeció. Era la voz de un hombre que le decía que despertara a la abuela y se escondieran en la cava. Temblando y con los ojos a punto de estallar en lágrimas, tomó en brazos al chivito y fue a llamar a la abuela.
La abuela no dudó. Ayudó a mi mamá a bajar las escaleras y ahí se quedaron, esperando, abrazadas. No sabían qué iba a pasar pero seguro era algo malo. Poco después oyeron un estruendo, y ruidos de cosas que se arrastraban, y animales que chillaban, y gritos. Todo duró unos pocos minutos que les parecieron horas. De pronto sintieron un intenso perfume a rosas y la abuela dijo que ya podían salir. Un terremoto había arrasado el pueblo. La casa se había venido abajo. Había gente lastimada, árboles caídos, agua por todos lados. Todo estaba destruído. Todo menos la urna del abuelo.