domingo, 27 de septiembre de 2009

Amor maternal








Beatriz, levantate que se enfría la leche. Ya calenté el baño y te dejé una toalla limpia. Dale que hay que sacar al Negrito, sino va a ensuciar el patio. Vos lo querés mucho, pero cuando hace caca en cualquier lado, la que junta los soretes soy yo. Beatriz, ¿qué hacés ahí tirada? Siempre perdiendo el tiempo con esa televisión. ¿Hasta qué hora te quedaste? Te dije que la abuela quiere que la acompañemos al cementerio. Le dije que a las once la íbamos a buscar. Yo te lo avisé anoche, pero vos nunca escuchás. Ahora hay que levantarse. Si tenés sueño, jodete; lo hubieras pensado antes. Mirá esos zapatos todos llenos de barro. ¿Donde te ensuciaste así? Qué estúpida que soy. Ya sé por qué estás tan cansada... Otra vez te fuiste por ahí. Parece que no podés vivir sin un pantalón. Dale, movete. Te estoy hablando. ¿No me escuchás? Sos igual a tu padre: chupan y después no los despierta ni Cristo. Mirate cómo estás, toda roñosa. Mirá lo que es esa sábana. Andá a ponerte un Modess. Hasta el pasillo manchaste. Ni siquiera sos capaz de sacarte la ropa antes de meterte en la cama. Sos una tilinga. ¿A dónde te estuviste revolcando esta vez? Asquerosa. En el barrio todo el mundo habla de vos y de esa María Marta. Dicen que son dos atorrantitas. Siempre haciéndonos pasar vergüenza. Sos una desgracia humana. Te tendría que haber puesto pupila. Al final uno no sé para que tiene hijos.
Tengo que ir al mercado. Por si no te diste cuenta, la heladera está vacía. Qué te vas a dar cuenta vos, si no abrís la heladera ni cuando tenés hambre. Vaga. Yo me deslomo para que esté todo limpio, todo ordenado. Pero claro, a vos qué te importa. A vos no te importa nada de nadie. Vos pensás en vos nomás. Total, los demás que se jodan. Vos te acordás de que tenés padres cuando querés plata. Ahí vas a buscar a Paganini. Si no ni nos hablás. Ni nos mirás. ¿Todavía estás ahí tirada? Mejor que cuando vuelva estés levantada. Y ya vas a ver cuando venga tu padre. Esta vez le voy a contar todo.


Me imagino que ya te habrás bañado. En el mercado me encontré con la tía de esa María Marta. Me contó lo que pasó anoche. Dice que estaban asustadas, que las golpearon, y que estabas tan mal que esa María Marta te tuvo que acompañar hasta casa. Y como yo ya me había tomado la pastilla, no escuché nada. Te dije que la estación es peligrosa. Te lo dije: un día vas a terminar tirara en un zanjón. ¿Me estás escuchando? ¿Qué hacés todavía acostada? Vamos, levantate. La culpa la tengo yo, por haberte dado tanta soguita. Vos nunca fuiste responsable. ¿Y ahora? Mejor que no estés embarazada porque el aborto te lo voy a hacer yo, desgraciada. Siempre poniéndonos en boca de todos. Yo no te eduqué para esto. Pero vos nunca hiciste caso. ¡Sos una puta! ¡Qué vergüenza! ¿Así que eran cinco? ¿Estás contenta ahora? ¿Les gusta que se las pasen todos? Sí, les gusta porque son unas putas. Así que te pegaron en la cabeza. Y bueno, jodete. Primero andan con uno y con otro, se meten en cualquier lado, y encima después ellas son las víctimas. En mi época las chicas éramos serias, y a ninguna le pasó nada. Todas nos casamos bien. Pero las de ahora son unas putas. Yo no pienso acompañarte al médico. Así como sos grande para andar abriendo las piernas por ahí, sos grande para ir al médico sola. ¿Me estás escuchando? Vamos, levantate o te voy a llevar al baño de los pelos. Sos una cataplasma. Vamos, movete. Ahora vas a ver. Estás helada. Anda a darte un baño caliente. Vamos Beatriz, reaccioná. Tenés que despertarte. No me hagas enojar. Mirá que cuando llegue tu padre le voy a contar todo. Vamos, Beatriz. Mirá que te voy a abrir los ojos a cachetadas. Bueno. Te vas a levantar, por las buenas o por las malas. Mirá cómo tenés esa cabeza. Mirá lo que es esa almohada. ¿No te das cuenta de que estás acostada en un charco de sangre? Beatriz, hablame. Abrí los ojos Beatriz. Tenés que respirar, si no te vas a morir.





lunes, 21 de septiembre de 2009

El Angelus










Esa mañana Manolo se quedó dormido. Lo despertaron las campanas de la iglesia. Se sentía cansado, y aunque a esa hora siempre estaba levantado, decidió quedarse en la cama un rato más. Después de desperezarse varias veces, y entre algunos bostezos, encendió un farol y fue a la cocina. Miró por la ventana. La luna todavía estaba alta. El reloj marcaba la una y diez. Odiaba los relojes. Decía que uno debía guiarse por la posición del sol. Lo cierto es que a duras penas sabía leer la hora, pero conservaba el reloj porque era un regalo de su sobrina de Madrid. Se sirvió una copita de aguardiente y la acompañó con un poco de chocolate. Luego tomó un puñado de cenizas y se frotó los dientes. Se lavó la cara, se puso un abrigo y bajó a limpiar la cuadra. Las gallinas estaban apelmazadas como pompones, las vacas echadas sobre las parvas de heno, y las ovejas eran una masa de lana. Despertó a los animales con gritos, aplausos y empujones. Juntó el estiércol, tiró unos baldes de agua, y les arrojó un puñado de centeno a las gallinas. Entre mugidos y aleteos fueron poniendo los huevos, y Manolo regresó a la cocina a buscar una canasta. Al pasar junto al reloj vio que eran las dos y veinte. Se rascó la cabeza. El reloj funcionaba, pero mal. Lo estrelló contra el suelo, y con una piedra lo machacó hasta desintegrarlo.
La luna era una moneda de nácar bordada en un cielo de terciopelo. Manolo fue a la montaña para abrir el paso al agua de riego. Era una noche templada, y se animó a trepar hasta el manantial. El sonido del agua y el perfume a tierra mojada lo invitaron a recostarse bajo un castaño. Se quedó así un rato, escuchando el canto de los gallos. Pensó que el sol ya tendría que haber salido. Miró al horizonte. Desde lo alto de la montaña había una amplia perspectiva del valle. Las casas de piedra resplandecían bajo la luz de la luna y en la iglesia el campanario se balanceaba como agitado por un fantasma. El tiempo parecía no transcurrir. Un caballo relinchó a lo lejos. Su galope se acercó por los matorrales y se detuvo a escasos metros del castaño. Manolo se levantó y alzó el farol. No tardó en reconocer la montura de Don Silverio de Chao das Donas. El caballo corría en círculos y amenazaba con sus saltos. Inesperadamente relinchó y se perdió en la espesura del monte. Manolo quedó perturbado. Se acercó al agua y se enjuagó la cara. Buscando rastros del caballo miró a su alrededor. La luna seguía en el mismo lugar, como un alfiler de perla clavado en la corbata de la noche. Preocupado por el caballo bajó hasta la casa de Don Silverio, que estaba del otro lado de la montaña.
A medida que se acercaba a la casa se cruzó con vacas, con gallinas, y con ropas desperdigadas por el suelo. Las puertas estaban abiertas. Llamó, pero nadie respondió. Entró a la casa. Estaba vacía y desordenada. Se rascó la cabeza. Poseído por la incertidumbre vagó por el pueblo buscando a alguien que pudiera explicarle lo que estaba sucediendo. Pero las casas estaban vacías, y los caminos desiertos. Montó un burro y se dirigió hacia O Bolo. Una multitud se aglomeraba en la Plaza del Ayuntamiento. La torre del Reloj había sido bombardeada. Todavía se sentía en el ambiente el olor a pólvora, y la brisa arrastraba una nube de humo y tierra. La Guardia Civil no daba abasto a rescatar a los heridos que habían quedado atrapados bajo los escombros. Se oían gritos, llantos, y sirenas. Una hilera irregular de cabezas se perdía a lo lejos, en dirección al Camino de Santiago. Manolo se encontró con Don Silverio, que le explicó algo que el cura había anticipado en las últimas misas: Tal como los astrónomos advirtieron, la Tierra había dejado de girar. Desde entonces en Galicia sería noche perpetua, y tarde o temprano sus habitantes morirían. El plan era trasladar a la gente en trenes hasta el puerto más cercano, y desde ahí llevarlos a un lugar con sol. Manolo pensó en su casa, en sus animales, en su sobrina de Madrid, y se rascó la cabeza.
Cuando llegaron al puerto el paisaje era desolador. La fila para ingresar a la Oficina de Migración se extendía a lo largo de la rambla. Los hombres pasaban de a uno, y la espera parecía no tener fin. Desde ahí se podía observar un barco cargado de cadáveres que se internaba en el mar, arrojaba los cuerpos al agua, y regresaba al amarradero para cargar otra tanda. Se buscaba una explicación a la proliferación de cadáveres. Se decía que los muertos eran víctimas de una peste, que la Guardia Civil los ejecutaba con ampollas letales, y que los cuerpos pertenecían a suicidas en masa. Se rumoreaba que del lado del Sol no habría lugar para todos, que no darían abasto a evacuar a todas las personas, y que muchos ni siquiera llegarían a los puertos. Manolo tenía ganas de ir al baño, pero no quiso salirse de la fila por miedo a perder el lugar. Después de una larga espera le tocó el turno. Lo primero que vio fue una foto del Generalísimo. Dos agentes de la Guardia Civil lo llevaron detrás de un biombo. Habían improvisado un gabinete que sólo tenía una camilla, unos estantes con remedios, y dos sillas. Había un médico y un cura. El médico anotó en un cuaderno: Manuel Pérez Iglesias. Lo ayudaron a acostarse en la camilla. El cura lo ungió con la señal de la cruz. El médico le puso una ampolla en la boca. Manolo conocía la extremaunción, pero no entendía qué estaba sucediendo. Tuvo miedo, y mojó los pantalones. El cura le explicó que había diferentes maneras de comulgar. Manolo se rascó la cabeza, cerró los ojos, y mordió la ampolla.

martes, 15 de septiembre de 2009

Caníbal rompe cadenas perpetuas y encuentra el eslabón perdido









¿Existe peor condena que vivir atrapado en el propio delirio?
Rotemburgo, un lugar tan perfecto que logró escapar a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Rotemburgo, perla medieval, amurallada y nívea. Ciudad de callejuelas adoquinadas y casitas de colores. Rotemburgo, remanso para el turista, geriátrico natural, morada de hadas. Tan cerca de Nuremberg y tan lejos del horror. Alguien debía romper con el hastío y cambiar la reputación de la ciudad. Nadie está preparado para vivir en un lugar tan armónico sin enloquecer. El cosmos se creó del caos. ¿Es un crimen generar nuestro propio caos, para construir nuestro propio cosmos?
El canibalismo es un acto repudiado por la sociedad, pero no existe jurisprudencia al respecto. La Ley condena al criminal porque lo considera peligroso, pero no condena al crimen en sí mismo. No se juzga la acción caníbal, sino el homicidio. Pero no hubo homicidio, porque quien se considera víctima dio su consentimiento para sufrir y ser sacrificado. El “voluntario” provenía de una ciudad desmembrada repartida entre alemanes, americanos y soviéticos. No debería sorprender que haya elegido morir seccionado. Consiguió lo que quería y salió impune, mientras que el sobreviviente de la tragedia resultó condenado.



domingo, 13 de septiembre de 2009

Del Jardin des Plantes al Sena






El Jardin des Plantes. Un mamut. El sol que encandila. Flores. Quietud. Gorriones. Senderos con flancos de petunias. Brisa perfumada. Cedros. Olmos. Una alameda de plátanos. Dos turistas. Nogales rodeados de alegrías del hogar. Alfombras de pétalos. Perfume a lavanda. Ligustrinas. Graznidos. Cuervos. Perfume a lirios. Perfume a rosas. Zumbidos. Abejas. Una montañita con un sendero empinado. Subir. Transpirar. Secarse la frente. Una glorieta. Perfume a heliotropo. Un mirador. Libélulas. Voces. Teléfonos. Orquídeas. Frescias. Castaños. Sombra. Humedad. Perfume a tierra. La bajada resbaladiza. Raíces. Troncos. Ramas. Follaje. Crujir de hojarasca. La salida. El sol. Una cuadra a la izquierda. Casas. Negocios de barrio. Cruzar la calle. El calor del asfalto. Doblar a la derecha. Un café. De nuevo a la derecha. A mitad de cuadra un oasis. La mezquita. El patio andaluz. Sombra. Una fuente. Gotas de agua que caen. Sed. Perfume de azares. Doblar a la izquierda. Dos cuadras más. La Rue Monge. Bocinas. La plaza. La feria. El metro. Meo. Olor a metro. Teléfonos. Otro café. Seguir avanzando hasta las Arenas de Lutecia. Quema el sol. Voces. Gente que ensaya una obra de teatro. Calor. Sed. Retroceder hasta esa callecita, y pasar por el correo, y por esa librería que vende artículos de Le Petit Prince: El Principito. Comprar un monedero, una lapicera, un velador. Y seguir. Siempre derecho, hasta la Rue Mouffetard. Tango, el restaurant argentino. El mejor bife con papas fritas. La mejor música. Los adoquines. La gente. El calor. Los hoteles. Los turistas. Las voces. Los negocios de curiosidades. El olor a comida. Griega. India. Italiana. Así, siempre derecho hasta la Place de la Contrescarpe. Más adoquines. Más flores. Más cafés. Más voces. Más sol. Doblar a la izquierda. A la derecha la iglesia St Etienne du Mont. La noche. Las velas. La luz oscilante. El olor a parafina. El aire helado. La calle. Los teléfonos. Un contingente de japoneses. Fotos. Voces. Risas. Esa vereda que casi es plaza. Al frente el fondo del Pantheon. Cruzar. El calor. La sed. Los labios resecos. Subir las escalinatas, y entrar. El olor a flores muertas. Dejarse hipnotizar por el péndulo de Foucault. Voltaire. Rousseau. Mme. Curie. Los japoneses. El murmullo. El eco. Las fotos. Volver a la calle. Al ruido de la calle. Al ruido de los autos. Volver a la gente. Volver a los teléfonos. Volver al sol. Descubrir al fondo la arboleda del Jardín de Luxemburgo. El tránsito del Boulevard St Michel. Las bocinas. Las risas. Las voces. Morirse de ganas de entrar al Luxemburgo. La piel caliente. La sed.

Franquear la reja. El sendero verde. El fauno. Las flores de azúcar, rojas y rosadas. El Senado. Lysianthus. Clivias. Strelitzias. La terraza. Los pájaros. El calor. Las reinas. Los jarrones con geranios. El perfume a pasto recién cortado. Los japoneses. El murmullo. Las fotos. Bajar al jardín ornamental. A la fuente. Volver a la sed. Roderase de niños. De botes a control remoto. Del ruido de los niños con sus botes a control remoto. Los estudiantes. Los libros. Las risas. El humo. El olor a tabaco. Los cochecitos de bebé. El ruido de las ruedas. Risas de bebés. El sol. La sombra. Los teléfonos. Acurrucarse en ese jardín secreto que es la fuente de Maria de Medici. El agua. Los gorriones en el agua. La sed. Ser feliz a pesar de la gente. A pesar de los teléfonos. A pesar del calor. Volver a la calle. A la Rue de Vaugirard. Al café con Internet. A la Brioche Doreé, igualita a la de Buenos Aires. Sentir un vacío en el estómago. Y seguir. Buscar la humedad del río. Retomar el Boulevard St Michel, por la vereda de la Sorbona. Más estudiantes. Más risas. Más gritos. Más bocinas. Chocar con el Boulevard St Germain. Chocar con el murmullo de los japoneses. Chocar con el metro y con su olor. El museo Cluny. La Edad Media. Las ruinas romanas. El frigidarium. El olor a humedad. Las bocinas. El calor. Los teléfonos. La sed. Las librerías. Más gente. Más voces. Más teléfonos. Más sol. La risa de los jóvenes en la fuente de San Miguel Arcángel. El humo de cigarrillo. El agua. La sed. El olor del Sena. Doblar a la derecha. La multitud. St Severin. Las gárgolas. Los vitrales flamígeros. St Julien le Pauvre. La casa con entramado. Esquivar gente. El olor a libro. Los libros. Shakespeare and Company. Las cocinas de la Rue de la Huchette. La comida. Los empujones. Las risas. Las voces. El hambre. Gente que come. Gente que toma café. El café. La comida. El humo. Los teléfonos. La aguja de Notre Dame. Los arbotantes. La roseta que a cada paso se hace más grande. La magia. Los fantasmas. Las campanas. El sol. La sed. El calor. El puente. El Sena. El vértigo. El viento en la cara. El pelo en los ojos. El silencio. El agua turbia. La corriente. Las burbujas.




jueves, 10 de septiembre de 2009

Primavera en Julio


Cuando Julio despertó, colgaba de la rama de un árbol. Miró a su alrededor. Estaba rodeado de duraznos. Se sacudió y los duraznos se sacudieron. Intentó bostezar con los ojos, pero no tenía párpados, y su visión de trescientos sesenta grados le hizo notar que algo había cambiado. Apenas atinó a gritar, su voz rebotó contra la piel, entonces descubrió que no tenía boca. Quiso correr, pero su cuerpo estaba prendido al árbol. Intentó patalear, pero sus piernas habían desaparecido. Temió estar encerrado en un laberinto de espejos que le devolvía su imagen multiplicada. Le llevó dos noches y un día darse cuenta de que su temor tenía fundamento: Julio era un durazno más, entre muchos duraznos de un mismo árbol.
Su pasado como empleado bancario lo había agobiado durante años, y convertirse en fruta le pareció un castigo injusto. Pero poco a poco se acostumbró a su nueva vida. Al principio le costó adaptarse: extrañaba su cama, a sus amigos, y hasta al molesto afilador de cuchillos que lo despertaba los sábados con su silbido. Pero con el tiempo Julio descubrió que no era tan malo ser durazno. No más hambre. No más sueño. No más viajes en subte. Sólo debía entregarse a la brisa perfumada del pasto recién cortado, a la frescura del rocío, y al grito de los vendedores ambulantes. Los demás duraznos eran amistosos, pero Julio prefirió permanecer oculto entre las ramas, a entablar una relación. Un día se sintió feliz, y se alegró de su suerte.
Julio vivió tranquilo hasta que llegó la época de la recolección. Los mejores duraznos fueron los primeros en irse. Se decía que eran enviados a casas de familias acomodadas, pero pronto se supo que después de arrancarles la piel los envasaban al vacío en latas con almíbar. Después se llevaron a los duraznos picoteados por los pájaros, o golpeados por el granizo. A esos les hicieron creer que irían a la feria más importante de la ciudad. Algunos fueron a parar a una licuadora con granadina, y otros lograron escapar arrojándose al suelo para rodar a la deriva. Julio, espantado por su destino incierto, se distraía imaginando que terminaría en una frutera de cristal, y que algún artista lo inmortalizaría en una pintura.
Pero el tiempo pasó y Julio, siempre oculto entre las hojas, no maduró. Su piel no fue rosada, y nadie se interesó en él. Y un día se quedó solo. Se sintió profundamente apenado, pero no pudo llorar. No tardó en comprender que si no moría en una boca, se pudriría. Pero el otoño desvestía el paisaje, y ya nadie se acercaba al árbol sin frutos. Entonces Julio esperó, resignado, hasta que un día frío y lluvioso, unos niños harapientos pasaron junto al duraznero. El más chiquito lloraba y pedía comida. El mayor trepó al árbol y sacudió las ramas. Julio se balanceó con todas sus fuerzas hasta que el niño lo descubrió. Cuando lo arrancaron de la planta sintió un ardor que lo recorrió de pies a cabeza, y cuando los niños lo mordisquearon, se desvaneció. Los niños hablaban con pedazos de Julio en la boca, y comentaban lo rico que estaba. Cuando ya no quedaba más pulpa, el mayor le explicó al chiquito que si plantaban el carozo crecería un árbol.
Los niños llevaron el corazón de Julio a su casa. Era una casa humilde, con un fondo amplio y descuidado. Buscaron un lugar junto a una acequia, reparado del viento, y lejos de la sombra. Con las manos cavaron la tierra, arrojaron el carozo, y lo cubrieron de hojarasca. Por último lo regaron con agua fresca, y se sentaron a esperar. Julio tardó dos años en florecer, y sus frutas fueron las más dulces y sabrosas que jamás hayan existido. Los niños siguieron plantando carozos, y el campo se llenó de Julios. Y Julio se llenó de primaveras. Y de pájaros. Y de sol.


Dedicado a Ana GyS, que me obligó a escribir un final feliz (perdón por la rima)

domingo, 6 de septiembre de 2009

Pesadilla






A María la despertó su propio grito. Había soñado con vampiros. Se incorporó de un salto. Las sábanas estaban manchadas con sangre, y María también. Salió de la cama y se quedó acurrucada en un rincón. No podía dejar de temblar y de preguntarse qué había sucedido. Nevaba, y la ventana estaba abierta. Oyó un aleteo. Miró a su alrededor. De entre las sábanas asomaba un murciélago moribundo. Tenía el cuello desgarrado. María sintió la boca pegajosa. Reconoció el sabor de la muerte. No pudo soportar el horror. Se asomó a la ventana, y salió volando.


Dedicado a Martín Orellano

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El niño de la tierra








Niño sin piel
y sin carne
niño subterráneo

Collar de huesos
enhebrado
niño marioneta

Boca arriba
astillado
flores muertas
niño momia

Techo y pasos
voz de papá
llanto de mamá
risa de hermanos

Niño que empuja
que golpea
grito ahogado

Red de raíces
niño que trepa
tierra que cede

Y una manita
que asoma
y dice adiós