martes, 31 de marzo de 2009

De Xenartros Capítulo VIII


Desde el costado del río, el Señor Xenartro vio en el Pont Neuf a una mujer vestida con ropas del siglo XVIII que parecía estar a punto de tirarse al agua.
Tenía unos bucles blancos que acariciaban la superficie del Sena. La mujer se irguió para mirar al Señor Xenartro, y volvió a asomarse. El Señor Xenartro recordó una canción popular: "saltando en picada a la mejicana un fugitivo se entrega". Gritó desesperado para disuadirla, pero ya era tarde. La mujer, aún agachada, elevó nuevamente su rostro hacia el Sr. Xenartro, y dejó caer su cabeza al río. El Señor Xenartro creyó haber imaginado todo, pero el cuerpo sin cabeza bajó del puente y se dirigió hacia donde él estaba. La mujer, que tenía propiedades ventrílocuas, habló con el estómago:" J’ai perdú ma tete. S’il vous plait... ". Comprendió que el Señor Xenartro no hablaba francés, y dijo en perfecto español, aunque con acento francés: "Perdí mi cabeza en el Sena. Por favor. ¿Sería usted tan amable de tirarse al río y traérmela?". Estaba envuelta en un manto de sangre. El Señor Xenartro salió corriendo tan rápido como pudo, mientras la mujer se quedaba esperando.

domingo, 29 de marzo de 2009

De Xenartros Capítulo VII


A sólo unos metros unos cirujas bebían cerveza, fumaban, y comían requechos que habían sacado de un tacho de basura. El Sr. Xenartro había visto cómo revolvían la basura, pero como no le hacía asco a nada no le importó que la comida fuera de segunda mano. Recordó al perro que se comía las heces y pensó que si el pobre perro comía cualquier cosa, él también podría alimentarse de desperdicios. Se acercó a los cirujas y les hizo señas, como para que lo invitaran al banquete, pero ellos parecieron no entender. Tanto insistió que uno reparó en él.

- Whaz the fuck’s goin’ on? - fue todo lo que dijo el ciruja, que parecía jactarse de tener el mejor sandwich de todos los basurales. Observando al Sr. Xenartro agregó - Ya jerk! Fuck off! Get outta my way! C’mon! Move on!
El Sr. Xenartro insistió, y lo único que obtuvo como respuesta fue otra agresión.
- ‘R ya deaf “n” dumb?
Aunque el Sr. Xenartro no entendía inglés, se dio cuenta de que no lo estaban elogiando. No obstante, persistió en su afán de obtener una respuesta favorable.
- Suck my dick! - gritó el ciruja.
El Sr. Xenartro decidió arrebatarle el sandwich de las manos. Y así lo hizo, con tanta torpeza que ni siquiera atinó a salir corriendo después del acto vandálico.
- Ya, bloody bastard! Ya’ve stolen my bloody food! I’m gonna beat ya to death!
El Sr. Xenartro no entendía inglés, ni tenía capacidad para imaginar qué podían querer decirle. Tuvo que llegar el puñetazo en la qujada para que se diera cuenta de que lo estaban amenazando. Se mantuvo en pie, tambaleando, y el ciruja volvió a pegarle hasta que se detuvo para rascarse la melena pediculosa. El Sr. Xenartro aprovechó para salir corriendo con rumbo desconocido, empuñando su sanwich en lo alto como antorcha olímpica, mientras los cirujas lo perseguían como aves de rapiña, como aves de corral, como aves migratorias.
- Go Londrina a Londres - dijeron las alondras inglesas a las golondrinas italianas. Las alondras inglesas, por el simple hecho de ser migratorias, hablaban como si fuesen portorriqueñas, por eso mezclaban el inglés con el español. A typical British lark might have said: Go Londrina to London. But as these larks weren’t as British as anyone might have expected, they spoke as they liked to. They weren’t ruled by Her Majesty Elizabeth II Regina. They were free. They could fly over the rainbow, up and down, to and fro. And it came to past, when the Lord in heaven said: Let be the larks, and there were the larks. So they grew up with the gift of doing anything they wanted, and simply said what they said. However, the world went on going round. - Si, vado a Londra - respondieron las golondrinas italianas a las alondras inglesas, después de interpretar el comentario que le habían hecho sus parientes. Pero como la gente no entendía el idioma de los ovíparos, pasaron inadvertidas para la multitud. Ni siquiera pudieron entenderse entre ellas mismas, pero una voz que venía de las alturas exclamó: “Swallow, swallow, little swallow. Would you please stay with me until I’d swallowed my pride? Swallow, swallow, little, swallow. ¿Sabes tú por qué una golondrina no hace verano?". Y así las aves siguieron planeando, dibujando firuletes en el cielo pálido.

De Xenartros Capítulo V


- ¡Entre, la puerta está abierta! Estoy en la cocina - gritó el doctor con entusiasmo.

- ¿Y yo que sé a dónde queda la cocina? - preguntó el Sr. Xenartro con miedo a perderse.
- No se preocupe, mi perfume lo guiará. Espero que tenga buen olfato, mi pequeño sabueso - el doctor estaba de buen humor. Cuando el Sr. Xenartro llegó a la cocina,se encontró con que el doctor se había puesto un garfio, y jugaba al water polo en la pileta, montado en un caballito de mar.
- ¿Quiere jugar conmigo? El agua está deliciosa - dijo el doctor mirando a su paciente lascivamente. Ante la negativa del Sr. Xenartro, desensilló, salió del agua, y se recostó en el escurridor de la vajilla. El Sr. Xenartro se acercó para saludar, pero debió retroceder cuando el Dr. Froid lanzó un alarido de jinete, y sacudió el garfio hasta desprenderlo del muñón.

sábado, 28 de marzo de 2009

El columpio


Se ac
ostó, pero no pudo descansar. Imaginaba la pintura como una película. Las sedas al viento dejando entrever los calzones, y la dama dando un puntapié suave, haciendo volar su zapatilla por los aires; excusa perfecta para levantar la pierna a los ojos del caballero, que recostado en la hierba, espiaba entre las puntillas y se excitaba cada vez más. Podía imaginarlo, tratando de alcanzar un pie, tocarlo con la punta de los dedos, y ahí la hamaca se mecía hacia atrás, entonces la dama se hacía intangible. Y ahí venía de nuevo, y reía, y se ruborizaba un poco, Y una vez más separaba sus piernas y miraba de soslayo al joven que trataba de alcanzarla. Y otra vez la hamaca se le escapaba de las manos, y asi... Cuanto más detalles de la imagen recordaba, más vívida le parecía la escena. Podía sentir el aliento del joven, mirándola embelesado, el cabello alborotándose con cada impulso, el escote a punto de estallar ante los pechos voluptuosos. Y el calor de la seda, cada vez más intenso. Y ella desparramando sus enaguas, envolviendo la cara de su amante. Y él desgarrándole los calzones con los dientes. Y ella abrazándole la cintura con las piernas, arañándole la camisa para no caer mientras el trasero resbalaba. Y él sujetándola de la cadera, deslizando sus manos hasta alcanzar los glúteos, apoyándola suavemente contra él. Y ella echándose hacia atrás, dejando caer la cabeza. Y él viendo cómo el escote se rendía ante los pechos que se abrían paso entre los encajes y las perlas. Y ella acariciando la fruta madura de sus senos hasta darle forma. Y él apretándola contra su cuerpo hasta hacerle sentir su virilidad, en un movimiento casi tan pendular como el del columpio.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Fernandito


Fernandito irrumpió en la habitación como un torbellino, la cara desencajada de siempre, el mismo cuerpo espástico, la baba escapándosele de entre los labios. Fue directamente hacia la mesa. Habían dejado unas anotaciones. Las tomó con manos temblorosas y las leyó con ansiedad, una por una, y cuando terminó las hizo un bollo y las arrojó por la ventana.
Caminó hacia un rincón, donde había un sofá y una mesita con fotos viejas. Se sentó y revolvió las fotos. Eligió una. La sopló para sacarle el polvo. Hacía tanto tiempo que no veía a su madre, que le costó reconocerla. La miró de lejos, luego se la acercó a los ojos, y finalmente la apretó contra la cara, como si así pudiera verla bien. Le pasó un dedo para limpiarla, y la volvió a mirar. La frotó con el puño de la camisa, escudriñó cada gota de tinta, pero siguió sin reconocer a su madre. La observó perplejo durante unos segundos. Le pasó la lengua y le gustó el sabor a sepia, entonces volvió a lamer. Lamió una y otra vez como si estuviera tomando un helado, hasta que el papel comenzó a desintegrarse. Arrojó la foto al piso, y permaneció un largo rato con la cabeza apretada entre las piernas, y con los ojos clavados en la imagen. De pronto se encontró observando la alfombra, un poco con asombro y otro poco con repulsión. Tenía tantas manchas que parecía un cielo nuboso, como esos de su infancia donde jugaba a descubrir formas. Miró la foto una vez más y balbuceó: "¡por qué siempre me tengo que comer tu mugre!". Se zambulló en la tormenta de su cielo de algodón y mordió la alfombra con vehemencia; como si fuera capaz de arrancar las nubes y devorarlas. Sólo logró desgarrar algunos mechones. Los saboreó hasta moldear una pequeña bola, y ayudándose con la saliva, tragó.
Sus ojos se clavaron en la araña desvencijada, que lo amenazaba con sus tentáculos. Fernandito se incorporó dando manotazos al aire. Una ráfaga entró por la ventana, y agitó las pelusas amontonadas en los rincones. Fernandito, fascinado, las vio flotar en el aire. Bajo la luz mortecina parecían pompas de jabón. Agarró una y se la llevó a la boca. Le gustó. Se relamió y comió otra, y otra, y otra más, hasta que no quedó ninguna. La araña se balanceaba como un péndulo, y derramaba una luz oscilante que convertía los objetos en siluetas. Fernandito recordó haberse dado por vencido antes de presentar batalla. Sus brazos buscaron los de la araña. Con una violencia inusitada, la arrancó del techo y la arrojó contra la pared. El esfuerzo lo dejó tendido en el suelo.
La araña golpeó contra el marco de la puerta, y destrozó unos jarrones de porcelana que decoraban el dintel. Una lluvia de trizas regó la habitación, que se sumió en la penumbra. Fernandito tuvo miedo. Hacía tiempo que se había vuelto insensible, pero ahora lo movilizaba el miedo a sentir. Cerró los ojos, y poco a poco empezó a ver, a oír, y a oler. Un nuevo Fernandito hacía fuerza para parirse. Hubo un instante en que el tiempo se detuvo. En ese instante su expresión perturbada se esfumó, su mirada se tornó triste, y su cuerpo se relajó. Se observó embelesado, como si nunca antes se hubiera visto, como si estuviera descubriendo algo maravilloso. Un olor extraño lo distrajo, un olor que había estado todo el tiempo en la habitación pero que recién ahora Fernandito podía percibir. Era el olor que hasta un idiota reconoce. Era el momento de dejar atrás la habitación con todo lo que guardaba. Era el olor de la muerte.
Fernandito no se animó a incorporarse. Se arrastró como una cucaracha boca arriba, su peso sostenido por los glúteos y por las manos, y a tientas llegó a la salida. Siempre con los ojos cerrados, pasó su mano por el marco de la puerta, y al acariciar la pintura descascarada sintió un suave cosquilleo en la yema de los dedos. Siguió explorando la superficie, hasta que algo punzante lo pinchó. No soportó la incertidumbre, y abrió los ojos. La luz lechosa de la luna entraba por la ventana, y bastó para que Fernandito pudiera descubrir el ramillete de rosas. Pensó en la espina que vivía en el corazón del ruiseñor. Entonces lo recordó todo. Se sentó en el sofá, junto al cuerpo que todavía daba olor, y se largó a llorar.