miércoles, 25 de marzo de 2009

Fernandito


Fernandito irrumpió en la habitación como un torbellino, la cara desencajada de siempre, el mismo cuerpo espástico, la baba escapándosele de entre los labios. Fue directamente hacia la mesa. Habían dejado unas anotaciones. Las tomó con manos temblorosas y las leyó con ansiedad, una por una, y cuando terminó las hizo un bollo y las arrojó por la ventana.
Caminó hacia un rincón, donde había un sofá y una mesita con fotos viejas. Se sentó y revolvió las fotos. Eligió una. La sopló para sacarle el polvo. Hacía tanto tiempo que no veía a su madre, que le costó reconocerla. La miró de lejos, luego se la acercó a los ojos, y finalmente la apretó contra la cara, como si así pudiera verla bien. Le pasó un dedo para limpiarla, y la volvió a mirar. La frotó con el puño de la camisa, escudriñó cada gota de tinta, pero siguió sin reconocer a su madre. La observó perplejo durante unos segundos. Le pasó la lengua y le gustó el sabor a sepia, entonces volvió a lamer. Lamió una y otra vez como si estuviera tomando un helado, hasta que el papel comenzó a desintegrarse. Arrojó la foto al piso, y permaneció un largo rato con la cabeza apretada entre las piernas, y con los ojos clavados en la imagen. De pronto se encontró observando la alfombra, un poco con asombro y otro poco con repulsión. Tenía tantas manchas que parecía un cielo nuboso, como esos de su infancia donde jugaba a descubrir formas. Miró la foto una vez más y balbuceó: "¡por qué siempre me tengo que comer tu mugre!". Se zambulló en la tormenta de su cielo de algodón y mordió la alfombra con vehemencia; como si fuera capaz de arrancar las nubes y devorarlas. Sólo logró desgarrar algunos mechones. Los saboreó hasta moldear una pequeña bola, y ayudándose con la saliva, tragó.
Sus ojos se clavaron en la araña desvencijada, que lo amenazaba con sus tentáculos. Fernandito se incorporó dando manotazos al aire. Una ráfaga entró por la ventana, y agitó las pelusas amontonadas en los rincones. Fernandito, fascinado, las vio flotar en el aire. Bajo la luz mortecina parecían pompas de jabón. Agarró una y se la llevó a la boca. Le gustó. Se relamió y comió otra, y otra, y otra más, hasta que no quedó ninguna. La araña se balanceaba como un péndulo, y derramaba una luz oscilante que convertía los objetos en siluetas. Fernandito recordó haberse dado por vencido antes de presentar batalla. Sus brazos buscaron los de la araña. Con una violencia inusitada, la arrancó del techo y la arrojó contra la pared. El esfuerzo lo dejó tendido en el suelo.
La araña golpeó contra el marco de la puerta, y destrozó unos jarrones de porcelana que decoraban el dintel. Una lluvia de trizas regó la habitación, que se sumió en la penumbra. Fernandito tuvo miedo. Hacía tiempo que se había vuelto insensible, pero ahora lo movilizaba el miedo a sentir. Cerró los ojos, y poco a poco empezó a ver, a oír, y a oler. Un nuevo Fernandito hacía fuerza para parirse. Hubo un instante en que el tiempo se detuvo. En ese instante su expresión perturbada se esfumó, su mirada se tornó triste, y su cuerpo se relajó. Se observó embelesado, como si nunca antes se hubiera visto, como si estuviera descubriendo algo maravilloso. Un olor extraño lo distrajo, un olor que había estado todo el tiempo en la habitación pero que recién ahora Fernandito podía percibir. Era el olor que hasta un idiota reconoce. Era el momento de dejar atrás la habitación con todo lo que guardaba. Era el olor de la muerte.
Fernandito no se animó a incorporarse. Se arrastró como una cucaracha boca arriba, su peso sostenido por los glúteos y por las manos, y a tientas llegó a la salida. Siempre con los ojos cerrados, pasó su mano por el marco de la puerta, y al acariciar la pintura descascarada sintió un suave cosquilleo en la yema de los dedos. Siguió explorando la superficie, hasta que algo punzante lo pinchó. No soportó la incertidumbre, y abrió los ojos. La luz lechosa de la luna entraba por la ventana, y bastó para que Fernandito pudiera descubrir el ramillete de rosas. Pensó en la espina que vivía en el corazón del ruiseñor. Entonces lo recordó todo. Se sentó en el sofá, junto al cuerpo que todavía daba olor, y se largó a llorar.

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