martes, 22 de abril de 2008

Concerto grosso


Tras un breve intervalo, explotó la sinfonía "Los Adioses" de Haydn. Desde los primeros compases cautivó al público por su expresividad y refinamiento. El director no paraba de dar latigazos con su batuta, y su caballería polifónica marchaba al trote, pero en la recta final la tropilla se desbocó. Conforme a la tradición, en esta obra los músicos debían retirarse del escenario a medida que terminaban de interpretar su parte, pero había llegado el momento de llevar a cabo el plan que habían elaborado cuidadosamente. Fueron abandonando sus posiciones paulatinamente, pero en lugar de desaparecer tras las bambalinas, armaron una coreografía. Los portadores de instrumentos pequeños integraron dos rondas, una de cuerdas y otra de vientos, y giraban alrededor de sus compañeros de atril, daban saltos, movían el torso hacia atrás y hacia adelante, como bailando un carnavalito. Los violines y las violas empuñaban el arco y desarmaban pentagramas para hacer saetas con las que disparaban hacia la cúpula. Iban liderados por el Concertino, que serruchaba las cuerdas con frenesí. Apostados en el centro de la ronda, los contrabajos tocaban pizzicato y agitaban sus piernas como músicos de jazz, mientras que los cellos crepitaban como una orquesta típica. En la otra ronda, el piccolo era un sátiro que intentaba atrapar a la flauta dulce y a la traversa. Estos instrumentos con poderes sobrenaturales, capaces de encantar serpientes y exterminar ratones, se unieron en torno a los fagots, a los oboes y a los clarinetes. La tuba hostigaba al piccolo, le bramaba al oído y lo hacía saltar como un sapo. En medio de esa persecución los vientos soplaban cerbatanas melódicas, parodiando a las cuerdas y sus poderosas flechas. El sonido rebotaba contra los frescos de Soldi, que parecían atrapar puñados de música y arrojárselos unos a otros, como en una guerra de nieve.

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