lunes, 11 de mayo de 2009

De Xenartros Capítulo X


Había llegado la hora de tomar una determinación. Necesitaba desaparecer de este mundo y descansar en paz. En el Puente de Carlos existía un lugar mágico, desde donde San Juan Nepomuceno había sido arrojado al agua. Ahí había una cruz con cinco estrellas. Antoinette tendría que apoyar su mano, de modo que cada uno de sus dedos tocasen una estrella, y pedir un deseo; entonces el deseo se cumpliría.
Resuelta a terminar con su vida, subió al puente. Había personas de aspecto extraño que se desplazaban con movimientos bruscos, y que tenían la piel del color del bronce oxidado. Antoinette sabía que el puente estaba custodiado por estatuas de santos, que según la leyenda, cuando no había gente bajaban de sus pedestales y mantenían conversaciones. No le costó integrarse al grupo. La recibieron con entusiasmo, y cuando les comentó el motivo de su visita, la miraron con ternura.
Estaba aclarando. Un destello tenue y rojizo anunciaba el comienzo de un nuevo día, que sería gris y fugaz. El río era un espejo plateado, y la corriente desdibujaba árboles y cisnes. El agua de la orilla se entregaba al movimiento propuesto por una noria, y Antoinette pensó en Versailles y en su granja. En la otra orilla divisó una orquesta de cuerdas que interpretaban "El Moldava", una pieza dulce y sobrecogedora, que Antoinette nunca había escuchado. La música la ayudó a encontrar la serenidad que necesitaba para enfrentarse con la muerte. Aunque había muerto antes, sintió miedo. Pensó en Viena, en su pedido secreto, e invocó a San Antonio. Él también estaba en el puente, junto a los demás santos, para acompañarla hasta el final. Se acercó a la estatua y le habló al oído con un hilo de voz. Derramó una lágrima. Apretó los puños y los dientes. Respiró hondo, y saltó.
El estrépito que produjo el cuerpo al chocar contra el agua asustó a unos patos, que volaron en bandada a refugiarse en una de las torres. Los músicos siguieron tocando. Antoinette sintió el agua helada penetrar sus pulmones esponjosos. Entre burbujas y chapaleos, se hundió hasta chocar contra el lecho del río. Fantasmas recién llegados se acercaron al puente para despedirla. Algunos llevaban antorchas, otros rezaban, y otros permanecían en silencio. Muchos de ellos caminaban sobre las aguas, junto al borboteo que producía el cuerpo hundido, mientras que otros sobrevolaban la superficie siguiendo el ritmo de la música. Algunos se sumergieron para acompañarla hasta el último momento. Antoinette regresó a la superficie dos o tres veces. El Señor Xenartro luchaba por sobrevivir, pero con una fuerza inusitada Antoinette se arrancó la cabeza, que fue arrastrada por la corriente y golpeada contra las piedras hasta quedar irreconocible. El cuerpo, hinchado y azul, salió a flote una última vez y quedó enganchado en una rama. Sólo con la llegada del verano el hedor haría que lo descubrieran, pero a nadie le importaría identificarlo. De esta manera, la segunda muerte de Antoinette, y la primera del Sr. Xenartro, pasarían inadvertidas.

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