viernes, 6 de mayo de 2011

Letras prestadas



Si Juan no se hubiera ido a Viena todo habría sido diferente. Pero ahí estaba yo, sola y asustada, con el recurrente presentimiento de que algo terrible iba a suceder. Apenas me relacionaba con la gente del hotel; personajes itinerantes que venían a hacer el trabajo sucio que un londinense jamás haría. No es que quiera justificarme; sé que cometí un error y me culpo por ello, pero no fue mi culpa sentirme a la deriva en un momento tan difícil.
Quién sabe cuánto tiempo me había estado siguiendo. Cuando me doy cuenta me siento desorientada. Llovizna. En la calle casi no hay gente y siento su presencia enquistada en mi espalda. Entro a un pub con la ingenua esperanza de que se pierda en la noche, pero entra detrás de mí. A la vez que pide permiso se sienta a mi mesa. Tiemblo. Abro la cartera y busco un cigarrillo. Con la destreza de un prestidigitador saca un encendedor del bolsillo. Sus ojos se llenan de fuego y sus rasgos flamígeros se atenúan. Me siento hechizada y me dejo llevar. El miedo se disipa. Pierdo la cuenta de las cervezas que tomamos. Me habla de Mexíco, de su hermano muerto, del sol, de volcanes y de pirámides. Trabaja en el puerto. Lo imagino con el torso desnudo. Levanta una caja y la hace bailar con un solo dedo. Se agacha y su espalda se despliega como las alas de un cóndor. Sus fuertes músculos se contraen levemente cuando levanta otra caja. Gotas de sudor le surcan las sienes como ríos. Deseo navegar todas sus aguas. No puedo controlarme. Sigo temblando, pero ya no es el miedo lo que me mueve.
Durante treinta y cuatro años he vivido en un cuarto rosa. Es mi color preferido y me conecta con recuerdos de mi infancia. Cuando llegamos a Londres lo primero que hicimos fue pintar la habitación para que no fuera tan diferente a la de Barracas. Hasta el techo pintamos de rosa. Juan decía que vivíamos adentro de un chicle. Fuimos felices, pero eché todo a perder. El ex clavadista vino a casa la primera noche. A juzgar por su expresión debió pensar que entraba al cuarto de una niña. Usé todas mis artimañas para demostrarle que era una verdadera mujer. Lo hicimos varias veces. No pude evitar compararlo con Juan. No sabía besar. Sus caricias eran torpes. Pero era más salvaje que un animal. Era rustico y tierno a la vez. Hablaba con el entusiasmo del que se empieza a enamorarse. Y Ahí estaba yo, engañando a dos hombres a la vez, sin pensar que algo podría salir mal. Como si ese recurrente presentimiento que me atormentaba cuando conocí al ex clavadista se hubiera diluído bajo la lluvia de aquella tarde inolvidable.
Cuando me levanté el ex clavadista dormía profundamente. Era su día franco y merecía descansar después de tan agitada noche. Le dejé una nota sugiriendo que me gustaría almorzar con él y anoté el número de mi celular. No me llamó. Tampoco apareció por el hotel, ni por el pub, ni me lo crucé en la calle. Llamé a casa pero me atendió el contestador y no me atreví a hablar. Me sentí vacía. Se me hizo un nudo en la garganta. No sabía qué era más angustiante, si la idea de no volver a verlo o la sensación de ser usada y descartada. Quise hablar con Juan. Una parte de mí tenía ganas de acostarse con el ex clavadista y otra extrañaba las manos de Juan, su boca, su risa, los ojos de Juan. Lo llamaría esa misma noche. Salí del hotel, pasé por el supermercado y fui directo a casa. Cuando bajé del ascensor me pareció oir ruidos en el departamento. A medida que avanzaba por el pasillo los ruidos se hicieron nítidos. Escuché arrastrar una silla por el suelo, seguí el sonido de unos pasos que se acercaban y luego el de la cerradura que se abría. Juan había regresado. Tenía las manos bañadas en sangre. Y yo corrí tan rápido como pude.



Durante treinta y cuatro años he vivido en un cuarto rosa.
Truman Capote – El arpa de hierba

Sus fuertes músculos se contraen levemente cuando levanta otra caja.
Norman Mailer – Los desnudos y los muertos

Escuché arrastrar una silla por el suelo, seguí el sonido de unos pasos que se acercaban y luego el de la cerradura que se abría.
Paul Auster – El país de las últimas cosas

Todo comienza con la aparición del ex clavadista.
Roberto Bolaño - Últimos atardeceres en la tierra


2 comentarios:

Diana H. dijo...

Letras prestadas, sí. Y luego entretejidas con mucha creatividad.
Me gustó mucho.
Un beso, Emilce.

Szarlotka dijo...

Diana, gracias por pasar.
Que alegria que te haya gustado.
Ando medio corta de creatividad ultimamente, asi que tu comentario me halaga de verdad.
Un beso