viernes, 26 de marzo de 2010

Dilución óptica







Un hombre ciego fue a hacerse un transplante de cornea. En el quirófano los médicos se equivocaron y le implantaron ojos de buey. El hombre recuperó la vista pero todo lo veía como desde un barco. De la misma manera, la gente que lo miraba a los ojos veía dentro de él como a través de una ventana. Un día el hombre se largó a llorar, y creyendo que el barco se hundía, se ahogó en un grito.



domingo, 21 de marzo de 2010

Desesperación


Adrián aprovechó que esa noche los chicos habían ido a un cumpleaños y se sentó frente a la computadora. Diana no se levantaba de la cama desde que le habían indicado reposo. Desde un principio Adrián le había dicho que abortara, pero para ella la llegada de un niño era una bendición. Adrián pensaba en el riesgo de un embarazo después de los cuarenta. Le parecía inoportuno empezar de nuevo, ahora que los chicos que ya estaban criados, y cuando se enteró de que esperaban mellizos, tuvo ganas de hacer la valija e irse. Pero no era esa clase de hombre. Era un padre responsable, y aunque el amor se había terminado, no abandonaría a Diana. Con los bebés a punto de nacer, no era momento de separase. Claro que tampoco era momento de perder el trabajo. Sin embargo, esa misma tarde le habían dicho que quedaba desvinculado de la empresa. El sueldo era bajo y llegaban a fin de mes con lo justo. Para peor, tenía poca antigüedad, y con la indemnización no les iba a alcanzar para más de seis meses. Cómo iba a decírselo a Diana. Había que ver si ella podía volver al negocio, pero con los mellizos la cosa se complicaba. Y si volvía, con el sueldo miserable que le pagaban no iba a alcanzar para todos. No necesitaba una computadora para hacer cuentas. Se cercioró de que Diana estuviera dormida. Cerró las ventanas, apagó las luces, y fue a la cocina. Abrió las llaves del gas y se acostó. Si un vecino alarmado por el olor no hubiera golpeado a la puerta incansablemente hasta despertar a Diana, quién sabe qué habría pasado.



martes, 16 de marzo de 2010

Efecto Lost







Se paró frente a un médano y pensó que viviría tanto tiempo como el que le tomaría al médano colarse a través de un reloj de arena. Cuanto más grande fuera el médano, más larga sería su vida. No. No importaba la cantidad de arena sino el diámetro del agujero por donde pasaría. Si el orificio se taponaba, la arena quedaría atorada y el tiempo se detendría. Creyó descubrir la fórmula de la eternidad. Si de un lado del reloj estaba el pasado y del otro el futuro, entonces el tiempo quedaría detenido en el presente. No había nada más efímero que el presente. Sus conclusiones no tenían sentido. Era tiempo de accionar, pero no pudo dejar de pensar. Y se enredó entre las varillas de sol que acribillaban la playa. Y una luz blanca y potente lo obligó a cerrar los ojos. Y quedó ciego y mudo y paralizado, por un instante que le pareció eterno. Pensó en el grumo de arena atorado en el reloj, y mientras pensaba recuperó los sentidos y abrió los ojos y vio que el médano había desaparecido.


miércoles, 10 de marzo de 2010

La sortija


Santiago estaba mareado de tanto dar vueltas en la calesita, pero su mamá le había advertido que no bajaría hasta sacar la sortija. Mientras intentaba complacerla se divertía viendo las caras sonrientes que giraban alrededor de él. La que no parecía para nada contenta era su mamá. Le había enseñado que tenía que ser el mejor en todo, que tenía que destacarse, y que sólo los mediocres se equivocaban. En casa había reglas, y debían cumplirse a rajatabla. Santiago sabía que todas sus acciones repercutían en el comportamiento de su mamá. Si él se portaba bien, su mamá era la más buena del mundo, pero si él se portaba mal, su mamá se ponía muy mala. La educación de Santiago se basaba fundamentalmente en un régimen de premios y castigos, aunque a veces los premios no llegaban y los castigos eran infligidos sin motivos aparentes. Por eso tenía que sacar la sortija, porque su mamá estaba resuelta a que la consiguiera a cualquier precio, y Santiago debía obedecerle.
Santiago no tenía papá, y era el único hijo de una madre autoritaria y amargada. Desde muy chiquito había aprendido que lo que hacía feliz a su mamá lo haría feliz a él. Muchas veces fingía estar contento con tal de no disgustar a su mamá. Desde que tenía memoria se había dado atracones y había vomitado, y había tenido fiebre y dolor de panza. Una vez, aunque era demasiado grande para su estómago, Santiago tuvo que tomar una Copa Melba. Su mamá insistía en que no debía dejar nada, comer hasta la última oblea y pasarle la lengua a la salsa de frambuesas, aunque Santiago le decía que ya no podía tragar. La mamá tomó la cuchara y le dijo que abriera la boca: esta es por la tía Rosa, esta por la prima Caro, esta por el abu Guille, y así… Y Santiago tenía miedo de que si se negaba a tragar algo terrible le pasaría a la persona a la que correspondía la cucharada.
Ahora Santiago debía concentrarse en conseguir la sortija. Daría unas vueltas más entre risas y aplausos y después podría ir a casa a mirar los dibujitos. La música monótona le retumbaba en la cabeza. Estiraba su bracito pero no llegaba. Había viajado en bote, a caballo, y ahora estaba subido a un elefante que volaba con las orejas, pero nada parecía efectivo. Tenía ganas de hacer pis, pero como la calesita estaba por cerrar, su mamá le había dicho que aguantara, que en cuanto sacara la sortija se irían a casa a tomar la leche. Pero por más que Santiago se esforzaba, siempre ganaban unos chicos grandes. Siempre los chicos grandes tenían ventaja. Una vez, en el lago de Palermo, Santiago les estaba dando de comer a los patos. Tenía tantas ganas de acariciar uno… Su mamá le había contado que las plumas eran muy suaves. Los patos parecían bastante tímidos, pero había uno que estaba entrando en confianza. Estaba a punto de tocarlo cuando vino un chico grande y se lo llevó. La mamá de Santiago salió corriendo detrás del chico, lo agarró de la remera, le pegó una cachetada, le arrebató el pato, y le dijo que no estaba bien hacerse el vivo con un chiquito.
Ahora Santiago tenía miedo de que su mamá tomara represalias contra los chicos grandes que siempre se llevaban la sortija. Se subió a un avioncito y se dejó aturdir por la música de calesita, hasta sentir que volaba. Entonces abandonó su puesto de piloto y trepó a una de las alas. Haciendo equilibrio se estiró e intentó alcanzar la sortija. Oyó gritos. Vio miradas que giraban alrededor de él, ojos brillantes, bocas abiertas de par en par, manos que intentaban atraparlo. De pronto la música se detuvo y se oyó un chirriar de fierros. Todos en la calesita se sacudieron con la frenada violenta. Santiago salió despedido y terminó tendido en el suelo, temblando. Todo el daño visible era una fractura expuesta en el brazo, pero debían esperar a que lo viera un médico. Alguien llamó a una ambulancia. Santiago lloraba y tosía, como si se estuviera ahogando en su propio llanto. Su mamá se arrodilló, le levantó la cabeza y le limpió la cara. Pero Santiago no paraba de llorar y de repetirle a su mamá que había sido sin querer, que sólo quería conseguir la sortija, que no se pusiera mala.


miércoles, 3 de marzo de 2010

Peepshow (extracto)


Subieron por la Rue Lepic. Una llovizna constante había dejado las calles desiertas. La chica debió sentirse intimidada por el taconeo de Sulpice, porque poco a poco apuró el paso. A su vez Sulpice sintió en la espalda lo que de un primer momento creyó era el eco de sus propios pasos, pero un denso olor a habano le dio la certeza de que alguien venía detrás de ella. Las pisadas avanzaban a la carrera. La chica dobló en la Avenue Junot. Sulpice estaba tensa, y llevaba los puños tan apretados que las uñas quedaron marcadas en la palma de las manos. Se detuvo para sacar el inhalador y aspiró profundamente, mientras se daba coraje diciéndose a sí misma que quien venía atrás debía ser alguien que llegaba tarde a algún lugar, o que intentaba guarecerse de la lluvia. Los pasos le retumbaron en la nuca y un escalofrío la recorrió, pero respiró aliviada cuando el hombre le pasó por le costado. La lluvia se hizo más densa, y entre los bocinazos que venían del Boulevard de Clichy, le pareció oír un grito. Se detuvo y dudó si seguir o volver atrás, pero la curiosidad fue más fuerte. Los gritos venían del Passage de Rocher. Sulpice se agazapó en la entrada y esperó. Se oyeron sonidos de forcejeos. Minutos después, el hombre salió caminando a paso tranquilo, y se perdió en la Rue Lepic. Sulpice respiró aliviada y salió de su escondite. Aunque no pudo verle la cara tuvo la certeza de que era el mismo hombre del habano que había aprendido a reconocer cuando hacía sus recorridos en la zona. Entró al Passage de Roches y vio a la chica tendida entre las plantas, con un alambre en el cuello. Junto al cadáver el humo del habano se extinguía con la humedad de la lluvia. Sin saber por qué, lo recogió y lo guardó en la cartera.