jueves, 7 de enero de 2010

Próxima Estación: Esperanza

Hoy tuve miedo de mi sombrita
So …me tumbé bajo el sol
Manu Chao


Carlos se levantó con la imperiosa necesidad de faltar al trabajo y subirse a un tren. No le importaba si perdía su empleo, si su esposa se enojaría, o si se venía el fin del mundo. No le importaba el destino, el horario, o el costo del pasaje. En lo único que Carlos pensaba era en subir a un tren. No era por superstición, ni por cábala, ni por un presentimiento: era su deseo. Hacía mucho tiempo que no deseaba, y ahora que tenía voluntad no iba a reprimirse. Mientras se cepillaba los dientes pensó en cada pieza dental como un vagón: las encías eran las vías, la lengua la barrera, y el paladar un túnel. Jugó un rato a hacer globitos, a simular tragedias ferroviarias chocando las mandíbulas, y encendió un cigarrillo para lanzar bocanadas de humo e imaginar que por su laringe trepaba una locomotora a vapor.
Ya en la estación, se acercó a la boletería y pidió un pasaje para el destino más lejano. El andén estaba vacío y Carlos tuvo la ilusión de viajar solo. Al rato llego el tren. Carlos se ubicó del lado de la ventanilla. De pronto apareció un montón de gente y el tren quedó completo, pero los asientos eran cómodos y no había niños, así que el viaje sería bueno.
- Hoy me levanté con ganas de subirme a un tren - dijo un hombre mientras se sentaba junto a Carlos - Un tren que me lleve bien lejos. ¿Usted siempre toma este ramal?
- No, es la primera vez - respondió Carlos entre desganado y molesto, y volvió sus ojos hacia la ventanilla.
- También es mi primera vez - dijo el hombre mientras observaba todo a su alrededor.
- Bueno, ojalá tengamos buen viaje - dijo Carlos intentando dar por finalizada la conversación.
- ¿No le parece raro? - dijo el hombre, y agregó. - Yo no soy de faltar al trabajo. No se vaya a pensar que soy un vago…
Carlos quedó asombrado con la coincidencia, y se frotó los ojos para comprobar que el hombre no era un espejismo de sí mismo. A pesar de la curiosidad que lo carcomía, prefirió no darle charla. Lo miró sin decir nada como restándole importancia, y volvió a mirar por la ventanilla.
- Lo más extraño es que - hombre le tocó el hombro a Carlos para llamar su atención - estuve hablando en el andén con una señora, y a ella le pasó lo mismo que a mí.
- Serán almas gemelas - respondió Carlos mientras se deleitaba con la música del tren, el silbido del guarda, la bocina de la locomotora que arrancaba, el sonido de las ruedas que chirriaban contra las vías, y el suave traqueteo de los durmientes.
- Usted no entiende - dijo el hombre con mirada acusadora - es el destino. Escuche las conversaciones de la gente. Estamos todos en el mismo viaje.
- Sí, claro - Carlos esbozó una sonrisa sarcástica, - estamos todos en el mismo tren
- Exacto. Por lo que pude averiguar, muchos, si no todos, estamos en este tren por primera vez. Quiere decir que algo nos trajo… - murmuró el hombre.
- Disculpemé pero voy a ver si puedo dormir un rato.
- Es más fácil dormir que creer. La verdad asusta. Yo conocí a una persona que…
Carlos dejó al hombre hablando solo y fingió disponerse a dormir, pero en realidad no tenía sueño y estaba ansioso por llegar. Se quedó pensando en las palabras del hombre. No creía en hechos sobrenaturales, pero tampoco creía en la casualidad. Con los ojos cerrados sus oídos se abrieron, y las voces retumbaron en sus tímpanos. Como un eco repetían incesantemente la misma frase. Eran voces de hombres y de mujeres jóvenes, de ancianos, de extranjeros. Voces diáfanas, con carraspera, gangosas, tartamudas. Voces que hablaban en jerigonza. Todo se mezclaba como en la Torre de Babel, pero el mensaje era siempre el mismo: hoy me levanté con la necesidad de subir a un tren.
De pronto se empezó a escuchar una interferencia. Después Carlos no alcanzó a entender lo que se decía, hasta que las voces se ordenaron y se escuchó: a dónde irá este tren. Entonces Carlos comenzó a creer. Abrió los ojos, y le habló a su compañero de asiento al oído.
- Usted tiene razón. Algo nos trajo, pero a mí no me importa a dónde nos lleven.
- Mire a esa gente. Parecen insectos estampados en un parabrisas.
En efecto, todos miraban por la ventanilla con la nariz pegada al vidrio, como si así pudieran reconocer el paisaje que los rodeaba.
- ¿Dónde estamos? - preguntó Carlos.
- Nadie sabe.
Poco a poco estaban acorralados entre signos de interrogación. Cada uno sobrellevó la incertidumbre a su manera. Algunos lloraban, otro leían, un hombre tomaba anotaciones, una mujer tejía una bufanda, y Carlos se lamentaba por no haber llevado la cámara de fotos. De pronto el tren se detuvo en una estación sin nombre, rodeada de un pastizal. A unas pocas cuadras se veía un pueblo de casas bajas y árboles resecos. Un camino de ripio era la única conexión entre la estación y el pueblo.
- Parece que llegamos - dijo el compañero de asiento.
- Yo voy hasta Los Diaguitas.
- Me parece que el tren termina acá. Fijesé, todo el mundo se baja.
- Yo sigo.
- Bueno, que le vaya bien.
- Igualmente. Adiós.
Carlos estaba feliz. Por fin viajaría tranquilo. Sin embargo le pareció extraño que todos bajaran y no subiera nadie. El tren arrancó. Carlos se sintió incómodo. Una cosa era viajar tranquilo, y otra ser el único en el vagón; o tal vez en todo el tren. Por un instante el pánico lo ganó, y dudó si seguir viaje o arrojarse al costado de la vía. Pensó en recorrer los demás vagones a ver si había gente, pero antes de que pudiera dar unos pasos el tren se había detenido. Carlos aprovechó para bajar. Vio con sorpresa que allí terminaban las vías. La estación había quedado a unos quinientos metros atrás. Carlos se sentía libre, y necesitaba expresar esa libertad de alguna manera. Regresó desplazándose por los durmientes a los saltos, como un hombre embolsado, hasta que llegó al camino de ripio. Todavía la multitud se desconcentraba entre risas, llantos y protestas, serpenteando por las pequeñas calles de tierra.
Las casas estaban tapiadas. No había restaurantes, ni negocios de ropa, ni farmacias. Buscaron la plaza, la municipalidad, la iglesia, el hospital, la policía, el almacén de ramos generales, pero no encontraron nada. Hacía calor, y se acercaba una tormenta. Tenían sed, y sólo unos pocos llevaban bebida. Y tenían hambre, y sólo unos pocos llevaban una vianda. Y tenían miedo, pero ninguno tenía fe. Nadie le encontraba el sentido a pasar el día en un pueblo fantasma. Decidieron volver a la estación y esperar el tren de regreso. El pueblo no tenía más de diez cuadras a la redonda, sin embargo no pudieron encontrar el camino de ripio. Se organizaron en grupos, y se dividieron las calles, pero por más que buscaron el camino no apareció.
De pronto el calor se hizo insoportable, y un embudo de tierra avanzó desde el horizonte. No había donde guarecerse y la falsa quietud era apremiante. El tornado arrancó de cuajo los árboles, desprendió las tapias de las casas y arrasó con varios centenares de personas que se hundieron en el epicentro como granos de un reloj de arena. Cuando todo terminó algunos habían ido a parar a los tejados, otros estaban fracturados, y sólo unos pocos presentaban apenas unos rasguños. Carlos sólo tenía un tajo en la frente. Intentó ayudar a los heridos, pero se le morían en los brazos. Decidió salir a pedir ayuda. Los que no estaban muy lastimados propusieron ir de a pares, en diferentes direcciones, pero ya no en busca del camino de ripio, sino de cualquier lugar donde pudieran socorrerlos. Todos estaban de acuerdo en salir del pueblo. Todos menos el compañero de asiento de Carlos.
- ¡Esperen! ¿Nadie se da cuenta de lo que está pasando? - gritó el hombre señalando a su alrededor.
La gente se miraba entre sí, observaba la calle, el cielo, las casas, los cadáveres.
- Claro que nos damos cuenta, esto es el fin - dijo un hombre con la voz entrecortada. - ¡Vamos, no perdamos el tiempo!
- ¡No! ¿Es que nadie es capaz de ver? - gritó el hombre a viva voz.
- Yo no veo nada - dijo un anciano, y cayó muerto.
- Yo veo destrucción y muerte - sollozó una mujer mirando al anciano con piedad, y también cayó muerta.
- Ustedes están ciegos - dijo el hombre. - ¡Miren a su alrededor y díganme que ven!
Entonces algunos vieron, y cuando tomaron conciencia quedaron deslumbrados. Las casas estaban cubiertas de espejos y el pueblo no era más que un laberinto donde todos se perdían en su propio reflejo.
- Yo veo que está todo lleno de espejos - dijo una chica jovencita.
- ¡Pero carajo! ¿Ves que hay espejos y no podés verte? ¡Mirate bien y decime que ves!
- No sé no sé no sé - respondió la chica con un llanto histérico mientras escudriñaba sus facciones buscando algo por descubrir. Antes de que su cuerpo sin vida se desplomara gritó - ¡No veo nada!
- Yo veo esperanza - dijo una embarazada, y se acarició el vientre.
- Esperanza - repitió el hombre - de eso se trata todo esto.
- ¡Esperanza! - gritó Carlos, llorando de emoción.
De pronto todas las voces pronunciaban la misma palabra, y lo hacían con tanto fervor que la tierra tembló. Una brisa fresca los reconfortó. Y los árboles reverdecieron y volvieron a enraizarse en la tierra, rodeados de canteros con flores coloridas y perfumadas. Y ahí estaba la clásica plaza de pueblo, rodeada de edificios públicos y restaurantes, y el verdor del césped contrastaba con el cielo turquesa. Y había perfume a tilo, y a jazmín, y a verbena. Y los pájaros cantaban. Y todo era armonía, y belleza, y felicidad. Y apareció el camino de ripio. Y corrieron hacia la estación, que ahora tenía nombre.


3 comentarios:

Szarlotka dijo...

Este cuento fue escrito en base a una idea tomada de http://transfusiones.cruzagramas.com.ar
Esta es la idea, que pertenece a Sebastián:

El tipo se levanta un día sintiendo la imperiosa necesidad de no ir a su laburo y tomarse un tren. Se va a una terminal ferroviaria y se toma el tren que mas lejor lo lleva. Se sube al tren y comienza a notar que toda la gente está como mirando por la ventanilla para ver por dónde se dirije el tren. Como si ninguno de los pasajeros hayan tomado jamás ese tren, hecho que corrobora al hablar con varios de ellos, que le cuentan que ese día se levantaron sin ganas de ir al laburo y se tomaron ese tren. ¿Dónde para? En una ciudad cuyas casas, calles y comercios estan vacios, y para ahí porque termina la via. Acá sigan el cuento: pueden todos quedarse y vivir en ese pueblo tomando las casas, pueden estar muertos, pueden ser super afines, etc.


La idea fue donada. El título del cuento es choreado, aunque también podría verse como un homenaje a Manu Chao. Porque hay un disco de Manu Chau que se llama así. Hago esta aclaración porque seguramente cuanto Manu vuelva a la Argentina, después de leer este cuento va a querer conocerme (?).
Bueno, Manu, que si lo lees y quieres que le cambie el nombre, pues se lo cambio =)

Anónimo dijo...

¡Qué bien que funciona esto de la transfusión de ideas!
Muy buena la de Sebastián y excelente la historia que te salió.
Felicitaciones por la imaginación. Me llevó como en un tren veloz hasta el final...
Abrazo

Szarlotka dijo...

Bea,me pone muy contenta lo que decís, sobre todo porque el cuento salió bastante largo (para un blog), y eso desanima a las personas que vienen con ganas de leer. Me alegra que te haya llevado como un tren veloz. Se me hizo bastante fácil escribirlo. La idea está muy buena y sólo tuve que imaginar cómo cerrarlo.
Gracias por pasar, y por tu mensaje. ¡Y a ver si te animas vos también!
Un beso