Convencida de que su viaje a Viena había sido un fracaso, decidió volver a París. Al menos allí tenía unos fantasmas amigos con los que se encontraba de vez en cuando. En Viena ya no le quedaba nadie, y su apariencia no la ayudaba a iniciar nuevas relaciones. Además, estaba tan agotada que ya no podía seguir errando como un alma perdida. Necesitaba descansar. La muerte le adeudaba un Requiem, tal vez por eso aún no encontraba paz. Pero no podía morir porque ya estaba muerta. Su única esperanza era que San Antonio le concediera la gracia pedida. Mientras tanto debía regresar a París y allí esperar. Ahora tenía otro problema: las arcas del Sr. Xenartro se habían vaciado; mejor dicho, las había vaciado el Dr. Froid para satisfacer a su amante. Antoinette debía encontrar una manera de hacer dinero. Decidió hacerse de unos chelines ejerciendo la más antigua de las profesiones, pero volvió a tropezar con otro inconveniente. Su aspecto no la ayudaba a conseguir clientes, y el que la miraba era para reirse de ella. Estaba terriblemente sola. Hasta los piojos la habían abandonado, hartos de resbalar por la bocha sebácea del Señor Xenartro.
Llegó a la conclusión de que era hora de pedir ayuda, y se rebajó a hablar con la plebe. Se detuvo a conversar con unas prostitutas que trabajaban en la zona de la West Banhof, y ellas le explicaron que allí no conseguiría nada, pero que probablemente en Praga le iría mejor. No tenía opción; debía confiar en la palabra de las prostitutas. Sin dinero, sólo había una manera de llegar a Praga. Hizo dedo hasta que un camión la levantó. No podía creer lo que le estaba sucediendo. Se sintió más desdichada que nunca, pero se consoló pensando que en algún momento volvería a estar en París. Mientras tanto, el Señor Xenartro estaba entusiasmado con el asunto de la
prostitución, porque finalmente iba a tener sexo. Estaba tan ansioso que su personalidad no sólo afloraba esporádicamente, sino que por momentos el cuerpo recobraba las formas masculinas. El conductor del camión, que había bebido unas cuantas cervezas, le achacó el fenómeno al exceso de alcohol. No podía quitar la vista del escote de Antoinette, que mientras le practicaba sexo oral, sufría mutaciones: su piel se oscurecía y se aclaraba, sus pechos se inflaban y se desinflaban, y la espalda se le ensanchaba y se le angostaba. De a ratos desarrollaba bíceps, los zapatos le quedaban chicos, y el corsette no la dejaba respirar. A los pocos minutos la metamorfosis volvía a ocurrir, hasta que el cuerpo recobraba las formas de Antoinette. Estos cambios se producía varias veces; algunas duraban segundos y otras largos minutos. El chofer miraba de reojo, un poco asustado, y entre hipos y eructos se juró no volver a beber esa marca de cerveza. Pero las habilidades de Antoinette prevalecieron, y el chofer la dejó hacer hasta el final.
Así llegaron a Praga, donde quedaron librados a la buena de Dios.