lunes, 28 de diciembre de 2009

El poder de las plumas verdes

Dedicado a mi queridísimo Sly, que generosamente donó su idea en




Cuando Moctezuma vio desembarcar a Hernán Cortés y a sus hombres descubrió que entre ellos estaba Quetzalcóatl. Quetzalcóatl intentó pasar desapercibido, y de alguna manera pelear para liberar a los aztecas del yugo del hombre blanco. Fingió adaptarse a las nuevas costumbres: cambió el maíz por el trigo, aprendió a hablar el español, y bailó los ritmos propuestos por los conquistadores.
Pero cuando el pueblo dejó de creer en los dioses aztecas, y los españoles lograron imponer a su Dios por sobre todos los demás, Quetzalcóatl perdió sus poderes. Temió la caída del Imperio, pero sin recursos para evitarlo, se escondió en la península de Yucatán a esperar la muerte. La muerte nunca llegó, y un día Quetzalcóatl decidió regresar a Tenochtitlán. En su camino se cruzó con un hombrecito diminuto que resultó ser un hechicero.
- Oye manito, que el carnaval ya pasó - dijo el hechicero un poco atemorizado por la extraña aparición y otro poco maravillado ante el imponente collar de plumas.
- No sé quién es el carnaval.
- ¿Qué tú estás loco o qué?
- ¿No me conoces? Soy el dios Quetzalcóatl.
Después de intercambiar algunas palabras, se sintieron a gusto. Cada uno atraído por la personalidad del otro se sentaron a conversar, de cara al horizonte. Cuando el sol comenzó a caer, el hechicero encendió una fogata y de una bolsita de arpillera sacó unas runas.- Te leeré tu suerte.
- No, espera.
Quetzalcóatl se quedó pensativo, con el codo apoyado en una pierna y el mentón descansando sobre la mano. El hechicero lo observaba con los ojos bien abiertos. El fuego desdibujaba las caras, y el collar de plumas se estremecía al contacto con las chispas. De pronto se levantó un ventarrón caliente que trajo polvo, plantas rodadoras, y el aullido de los coyotes.
- Dime dónde encontrar a Moctezuma - dijo Quetzalcóatl al cabo de un rato.
El hechicero le explicó que el Imperio había sido devastado medio milenio atrás, que los españoles se llevaron el oro y dejaron enfermedades, y que las serpientes emplumadas no eran más que una leyenda. De Moctezuma sólo quedaba su penacho, y estaba en una ciudad lejana llamada Viena. Quetzalcóatl sintió que debía recuperar el honor de su tierra. Si el penacho era el último vestigio del Imperio, debía devolverlo a su pueblo.
- Puedo cruzar el mar a nado, pero ¿cómo haré para atravesar cordilleras, glaciares, y bosques?
- Tú tienes el coraje - dijo el hechicero - lo lograrás.
Quetzalcóatl miró a su alrededor. Era una noche clara, el cielo estaba estrellado y la luna llena lo iluminaba todo. Una brisa fresca traía el perfume del mar ondulado. Recordó los galeones, los hombres de cascos de plata, y pensó en las amenazas que lo esperaban en su travesía.
- ¿Cómo podré huir con el penacho sin que me atrapen?
- Volarás.
- Pero si no tengo alas - respondió encogiendo los hombros y con la cabeza gacha.
- Las aves no vuelan porque tienen alas, sino porque tienen plumas - respondió el hechicero.
Quetzalcóatl agitó su cuerpo suavemente hasta que comenzó a elevarse. Sonrió como un niño con juguete nuevo. Se dejó caer, y volvió a agitarse, una y otra vez, maravillado por la sensación que le provocaba el estar suspendido en el aire. De pronto su expresión se oscureció.
- Pero aunque pueda volar hasta tan lejos, no tendré fuerzas para cargar con el penacho - se lamentó.
- Le enseñarás a volar.
Quetzalcóatl se despidió del hechicero con un fuerte apretón de manos. Poco a poco se alejó del suelo, hasta que su silueta eclipsó a la luna, que por unos minutos pareció un camafeo detenido en el espacio. El hechicero lo siguió con la mirada, con los ojos brillando de emoción, hasta que Quetzalcóatl se perdió en la noche.


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