sábado, 31 de octubre de 2009

Marumba


Marumba era una leyenda local. Nuestros padres decían que era un monstruo que se llevaba a los chicos que se portaban mal. Nos aterraba tanto la idea de que viniera a buscarnos que no nos alcanzó con ser obedientes y responsables; tuvimos que inventar un juego. Nos juntábamos en una esquina, o en una plaza. Nunca éramos menos de cuatro; a veces se armaba un grupo de diez o de doce. Nos poníamos en ronda, tomados de las manos, hombro con hombro, los ojos clavados en los pies, y recitábamos un rezo que siempre terminaba en alarido:
Macumba be-be
Macumba be-be
Mandinga tocó la marimba
y Marumba salió de la tumba
Si nuestra invocación era efectiva, Marumba vendría a buscarnos y nos llevaría. Ni siquiera nos importaba a dónde o con quién; sólo pensábamos en huir. Al grito de “Marumba” rompíamos la ronda y corríamos a escondernos.
Los ancianos decían que Marumba existió. Era una niña mulata que vivía en casa de una familia acomodada. Alta, esbelta, con su sonrisa blanca y sus ojos negros, no le faltaban pretendientes. Con la aprobación de sus amos iba a casarse el día que cumpliera trece años. Vestida de novia era demasiado bella para ser de este mundo. Inexplicablemente murió el día de la boda, y la enterraron en el cementerio de los esclavos. Esa misma noche la tierra tembló y los vecinos vieron pasar a Marumba por las puertas de sus casas. Iba descalza, con un andar pesado y con los ojos en blanco, como si la llevara un demonio. Su piel chocolate se había puesto azul y estaba sucia de tierra, su cabello revuelto se enredaba en las flores marchitas del tocado, y el vestido no era más que jirones.
Para nosotros Marumba era lo más parecido a la muerte: nos acechaba hasta cuando dormíamos pero queríamos conocerla para contarles a nuestros amigos como era. Nunca la vimos, ni conocimos a nadie que pudiera dar fe de sus apariciones. Poco a poco su presencia se fue diluyendo. Cuanto más crecíamos menos jugábamos a Marumba. Tal vez le habíamos perdido el miedo, tal vez dejamos de creer en su existencia. Nunca hablamos de eso; simplemente un día dejó de estar entre nosotros. Habíamos llegado a esa edad en que nos enamoramos de nuestro vecino y sentimos cosquillas en la panza al verlo pasar. En esos días nuestros padres se dieron cuenta de que debíamos saber la verdad. Dijeron que Marumba había sido inventada después de la Asamblea de 1813 para atemorizar a la servidumbre: Los hijos de esclavos serían libres pero nunca tendrían los mismos derechos que los criollos; cualquier negro, mulato o mestizo que quisiera entablar amistad con un blanco sería castigado. El argumento de nuestros padres era sólido, y aunque íntimamente sabíamos que era cierto, decidimos ignorarlo.
Primero había sido el miedo, luego la indiferencia, y ahora casi nos habíamos obsesionado con Marumba. Estábamos por ingresar al Liceo y nuestra amistad se había convertido en un rompecabezas a punto de desarmarse. Pronto faltarían piezas, y sólo la magia de Marumba nos mantendría unidos. Comenzamos a encontrarnos a la hora de la siesta en el jardín de la parroquia, donde se decía había estado el cementerio de los esclavos. Llevábamos una copa, y papelitos con letras y números. Sobre un mantel a cuadros armábamos "el pic-nic fantasma", y hacíamos el juego de la copa. Cada vez que aparecía un espíritu nuestros corazones se agitaban y de los ojos nos salían estrellitas. Conocimos a un ladrón de ganado, a un revolucionario que había muerto en la guillotina, a una mujer que venía en un galeón que se hundió en el Río de la Plata, y a muchos más; pero Marumba nunca apareció.
Un día de mucho calor, estábamos en el patio de la parroquia y de golpe se desató una tormenta. Una ráfaga se llevó nuestros papelitos. Todavía tengo vivo el recuerdo de nuestras manos abriéndose y cerrándose intentando atraparlos como si fueran mosquitos. Un rayo cayó, y el horizonte se estremeció como un animal herido. En ese mismo instante la copa estalló. El viento trajo el candombe que sonaba del otro lado del río. Los tambores pronunciaron el nombre de Marumba. Lo repitieron como un eco que iba y venía a merced del viento. Nos quedamos quietos, tal vez expectantes, tal vez paralizados por el miedo. Tal vez sólo yo me quedé inmóvil, mientras los demás corrían a guarecerse de una lluvia de granizo que nos dispersó.
Tardamos unos días en volver a reunirnos. No hablamos de lo que pasó, ni volvimos a hacer el juego de la copa. Faltaba poco para que terminaran las clases, y cada uno seguiría su camino. Sabíamos que por más que nos esforzáramos en conservar nuestra amistad, las cosas cambiarían. Pronto Marumba sería el único nexo entre muchos de nosotros. Antes de separarnos hicimos un pacto, y lo cumplimos a rajatabla: Hoy, cuando necesitamos de un amigo, pensamos en Marumba, pero ya no con miedo. Simplemente cerramos los ojos y repetimos su nombre una y otra vez, como si fuera un mantra, hasta sentir que estamos todos juntos de nuevo.


3 comentarios:

**VaNe** dijo...

Un giro muy tierno (para nada "naif" ni cursi) dentro de los escritos Szarlotkianos.
Conserva el sello ;)
Beso!

Agostina dijo...

Me encantó,
me trajo un recuerdo de una novela de G.García Márquez, ese candombe, las danzas mulatas...
Me gustó mucho la vuelta que le diste a tu estilo gótico. Sería un "gótico-latino", je..
Saludos!

Szarlotka dijo...

Gracias chicas por los comentarios.

De eso se trata, de hacer un giro o dar una vuelta, sin perder la esencia.

Besos a las dos