miércoles, 5 de agosto de 2009

Á l'Epicerie



Entró al negocio y pidió cicuta en hebras, pero sólo vendían aceites, conservas, y tes especiados. Ella insistió. No señora; acá a la vuelta hay una herboristería… No, yo siempre compro acá, así que por favor se la dejo encargada. El vendedor, un hombre entrado en años, enfatizó su negativa con un gesto de su dedo tembloroso: acá no trabajamos ni encargos ni venenos. Pero ella era obstinada, y si insistía algo iba a conseguir. Y otra vez que no, y que si llegaba a conseguir algo, iba a demorar. Y que ella no tenía apuro. Y que no le venderían veneno. Y que voy a presentar una denuncia, porque yo sé que acá venden cicuta, y no entiendo por qué a mí no. Y que lo único que va a lograr es que le cierren el negocio, y no va a poder trabajar nunca más. Y si tiene suerte se va a salvar de ir a la cárcel. Pero señora... Y quién le dice, mañana encuentre que el negocio se incendió, que fue un incendio tan voraz que causó daños irreparables, y que tuvo suerte de no estar ahí. Mire si se prende fuego usted también, y para cuando llegan los bomberos el cuerpo está calcinado, o lo que es peor, cubierto de quemaduras. Imagínese, agonizar sin piel, como un morrón asado. Sin piel y secándose un poquito cada día, hasta reducirse a un trozo de carne deshidratada. Espere señora, voy a ver si en este cajón tengo algo que pueda servirle. Y encontró una bolsita con granos aromáticos de color púrpura. Y de un frasco sin rotular sacó unas hierbas secas. Y con sus manos siempre temblorosas machacó los granos y las hierbas en un mortero, y guardó el preparado en la bolsita. Tome, acá tiene su cicuta. ¿Me está cargando? ¡Esto no es cicuta! No, señora, mire. Usted pone una cucharadita en media taza de agua hirviendo, la deja reposar y… Mejor no mienta porque le juro que… Y cuando esté tibia la bebe lentamente. ¿Usted se cree que yo soy estúpida? No, señora… Mire… no es cicuta, pero no falla... Llévela con confianza. Ella sacó una navaja. Señora, por favor, soy un hombre grande y enfermo. Cerró con llave y lo obligó a pasar a la trastienda. Hacía calor, y el agua no tardó en hervir. Pronto la infusión estuvo lista, y siguiendo la prescripción, el hombre la bebió lentamente. Antes del último sorbo, con los ojos en blanco y los labios azules, se desplomó. Y ella, demostrada la efectividad de la infusión, guardó la bolsita en la cartera, y se fue.


5 comentarios:

**VaNe** dijo...

Qué potencia mujer!
Me dejó muda...
Me gustó mucho!
Besos

Szarlotka dijo...

Gracias Vane!

Bastante enfermito, ¿no?

Beso

Flor de Ceibo dijo...

Beber cicuta, mató a Sócrates.
El miedo también mata.
ATRAPANTE!
Besos

Szarlotka dijo...

Muy buena tu reflexión, Irene.

Gracias por pasar

Beso

Ana GyS dijo...

Me encantó lo del morrón! Tu asociaciones tienen un toque particular buenisimo, propio del estilo Stzalotistico... ;)