Al cabo de unos días el sarcófago estuvo terminado. Medía alrededor de medio metro de largo. Contrario a los sarcófagos tradicionales, éste no tenía representada la cara del muerto. Mi tierna y hermosa gata dio su aprobación con un maullido. Debía sentirse cómoda dentro del sarcófago, porque cada vez que la ponía ahí, entrecerraba sus brillantes ojos de esmeralda y ronroneaba. Yo sufría por ella. Sabía que era muy vieja y que le quedaba poco tiempo. Era un mortal, como todos, pero yo quería tenerla a mi lado para siempre. Por eso decidí inmortalizarla.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
4 comentarios:
Me estoy quedando sin aire. Sin darme cuenta, abandoné el mate y me quedé con la cara pegada a la computadora. Me gusta mucho lo que leo, muy bueno, sensaciones algo fuertes para un sábado a la mañana. Qué bueno, voy a seguir leyendo!
Janice
Muchas gracias Jan. La historia es bastante enfermita. La escribí para hacer catarsis cuando una gata que tenía empezaba a envejecer. Pobrecita, después del cuento no la podía mirar porque me daba culpa.
jajaj, sí, claro, aunque mirándolo desde otra perspectiva, no a cualquiera le escriben una historia...una afortunada la gata.
no salió mi firma.
Publicar un comentario